Un banquete para los nobles, un infierno para mí
Hoy era un día importante. Uno que todos esperan con ilusión, con trajes nuevos, sonrisas pintadas y perfumes caros. La conmemoración de la fundación de la Academia Arcady, símbolo de la falsa unión entre el Imperio Livel, mi cuna podrida de luz, y el Imperio Vemum, el enemigo envuelto en sombras.
Este mundo es retorcido. Sus raíces están hechas de mentiras, sangre y traiciones.
Y yo… yo soy solo una mancha en su gran mural perfecto.
Odio los banquetes. Porque en ellos no soy nadie, o peor, soy el entretenimiento de las risas ajenas. Se ríen de mí. De mis ropas rotas. De mis huesos que se marcan. De mi cara pálida. De existir.
Como siempre, me fue ordenado ayudar en la cocina. Nadie preguntó si podía moverme. Nadie notó que no había comido en tres días. Solo me señalaron una montaña de papas. “Corta”, dijeron. Y yo, como una máquina rota, empecé a cortar.
Mis manos se movían torpes, pero rápidas. Los cuchillos no son peligrosos cuando uno ya no teme morir.
Cuando terminé, me enviaron a lavar trastes. Cientos de platos apestosos, copas manchadas, cubiertos con grasa. El vapor del agua me mareaba. Las rodillas me temblaban. Sentía las arcadas subir desde el vacío de mi estómago, pero no tenía nada que vomitar. Solo aire… y angustia.
Pero eso no importaba. Nada de mí les importa. Solo que haga bien lo que me ordenen.
Las horas se arrastraron como sombras largas hasta que la noche finalmente llegó. La hora del banquete. La hora en que debía convertirme en humillación viva.
"Servirás la mesa principal", dijeron, riéndose por lo bajo al ver mi cuerpo cubierto en harapos. Sabían lo que hacían. Me empujaban al centro del salón como quien lanza una oveja a una jauría de lobos.
Me dieron una botella de vino. Costosa. Brillante. Como si mi sola existencia no bastara para mancharla. Caminé entre risas, entre vestidos lujosos, entre hombres que olían a poder y mujeres que brillaban de soberbia.
Estaba a punto de llegar cuando alguien —no sé quién— me empujó. Caí. El vino voló y manchó de rojo oscuro el vestido blanco de mi madrastra.
Mi mundo se congeló.
—¡Insolente perra! —gritó ella, su voz afilada como una navaja.
Me agarró del brazo con fuerza, sus uñas se hundieron en mi piel como garras de bestia. Luego vino el primer golpe. Una bofetada. Otra. El sabor metálico de la sangre llenó mi boca.
—¡Guardias! ¡Llévense a esta sucia al calabozo!
No tuve tiempo de pedir perdón. De explicar. De respirar.
Me arrastraron del cabello mientras todos miraban. Algunos reían. Otros ni se molestaban en mirar. Era como si yo no fuera humana.
En la celda me esperaban los látigos. Golpe tras golpe, mi piel se abría, se partía. El dolor era constante, punzante, pero yo solo me cubría el rostro, aferrándome con desesperación al collar en forma de luna que me dejó mi madre. Mi único recuerdo. Mi única esperanza.
El cuero quemaba. Mi espalda ya no era piel. Era carne viva.
Pasaron horas. O días. No lo sé. Perdí la noción del tiempo. Vomité sangre una, dos, cuatro veces. Respirar se volvió una tortura: sentía como si cada bocanada trajera fuego en lugar de aire.
Apenas podía mantener los ojos abiertos. El dolor me deshacía. Me quebraba.
Y entonces… el agua.
Helada. Cruel.
Grité con lo poco que quedaba de mi voz. La piel me ardía al contacto. Logré enfocar la vista y la vi.
Mi madrastra. Vestida de gala. Sonriendo con maldad.
—Semejante estúpida. Ni siquiera sabes servir vino —escupió con odio.
Sacó una daga.
—No… por favor… mi señora… —supliqué entre sollozos y espasmos de dolor.
Ella me abofeteó otra vez. Luego me rasgó la ropa de la espalda, dejándome expuesta, temblando.
El primer corte fue el peor. Grité con tanta fuerza que sentí mis cuerdas vocales romperse. La daga se hundía, lenta, dibujando su rabia sobre mi carne.
Horas. Me torturó durante horas. Cortes, golpes, objetos punzantes, quemaduras. No distinguía qué era qué. Solo existía el dolor.
Me desmayaba. Volvía. Me desmayaba otra vez. Era una pesadilla infinita.
Cuando al fin se cansó, me arrojó como un pedazo de basura.
Quedé tirada en el suelo, desnuda, sangrando, temblando. A ratos perdía la conciencia. A ratos la recuperaba, solo para volver a gritar.
Quería morir.
Quería que todo terminara.
Pero aún vivía.
Y eso era lo peor.
Y no miento cuando digo que ya lo he intentado todo para escapar de este infierno al que llaman vida.
He probado venenos —más de una vez—. Líquidos amargos que prometen silencio eterno y paz. Los bebí con manos temblorosas, escondida entre las sombras de la cocina o en algún rincón olvidado del palacio. Pero mi cuerpo, por alguna razón cruel, siempre resistía. Vomitaba. Me retorcía. Y luego despertaba… viva.