El Destino de Dos Imperios

Capítulo 4: Escala

Ivery Livel

Desde que mi padre me ordenó asistir a la Academia Arcady, la crueldad que ya conocía en el palacio se intensificó de formas inimaginables. Era como si quisieran destruirme antes de enviarme, como si la idea de verme partir fuera demasiado placentera para dejarme ir intacta.

Mis tareas aumentaron hasta niveles inhumanos. Apenas podía dormir unas pocas horas entre trabajo y castigos, y la comida, escasa antes, ahora era un recuerdo casi inexistente. Cada minuto era una tortura. Sentía como mi cuerpo se quebraba poco a poco.

Hoy faltaba solo un día para el viaje. Una parte de mí anhelaba escapar de esta prisión, pero otra sabía que lo que me esperaba no sería mejor. Los portales creados por los magos imperiales nos llevarían rápidamente a Arcady: en solo una hora estaríamos allí. No había escapatoria. No había opción.

La mañana de la partida llegó como un golpe brutal. Apenas podía mantenerme en pie. Mi cabeza pesaba toneladas, mis manos temblaban incontrolablemente y mi vista era tan borrosa que el mundo parecía derretirse a mi alrededor. Tal vez era la falta de alimento. O tal vez era simplemente el miedo.

Frente a mí, el enorme carruaje negro relucía bajo el sol, intimidante y majestuoso. Estaba a punto de subir, arrastrando mi cuerpo como podía, cuando la voz cortante de mi padre me detuvo.

—No nos avergüences, Ivery. No quiero más vergüenzas. ¿Entendiste? —escupió las palabras con desprecio.

—Sí, padre —murmuré, bajando la cabeza, sin atreverme a mirarlo a los ojos.

Sin decir nada más, se giró y se alejó, como si yo no existiera.

Sentí todas las miradas sobre mí: curiosas, críticas, burlonas. Como si observaran a un cadáver caminante. Sin dejar que el temblor me dominara, subí al carruaje. Los otros jóvenes se apartaron de mí como si fuera una enfermedad. Quizá era por mi aspecto: pálida, desnutrida, con las ropas desgastadas.

—Es hora de partir. Tomen asiento. —anunció el cochero.

El carruaje comenzó a avanzar con un traqueteo pesado. Tras unos minutos, llegamos frente al majestuoso portal: una inmensa abertura de luz blanca pura que casi cegaba la vista.

Unos guardias inspeccionaron nuestro carruaje y, tras una señal, nos permitieron cruzar. Al adentrarnos en el portal, mi estómago se retorció de inmediato. Náuseas violentas y un dolor agudo me invadieron. Estuvimos inmersos en la luz durante unos quince interminables minutos hasta que, finalmente, emergimos del otro lado.

El resplandor se disipó y allí estaba: Arcady, majestuosa, lejana, aún envuelta en niebla.

Pero mi mirada se desvió hacia otro lugar… A lo lejos, distinguí la Frontera Sur, esa línea maldita que dividía el Imperio Livel del Imperio Vemum. Un escalofrío me recorrió la espalda. Las náuseas volvieron. El pánico me hizo arañar mi propio brazo hasta abrir pequeñas heridas. Recordé… aquel día. El horror.

No. No pienses en eso, me dije, cerrando los ojos con fuerza.

El carruaje atravesó las puertas de Arcady, una construcción imponente que parecía tocar el cielo. Nos ordenaron descender. Mi cuerpo todavía temblaba mientras ponía pie en tierra firme.

Los demás se agruparon enseguida en pequeños círculos, formando alianzas tácitas, mientras yo quedaba sola como una sombra ajena.

Delante de nosotros, un hombre de cabello blanco y sonrisa amable nos esperaba.

—Bienvenidos, nobles hijos del Imperio Livel. —dijo—. Soy el director de esta noble Academia Arcady, un lugar donde dos imperios conviven en frágil armonía. —Su mirada se paseó sobre nosotros como un halcón sobre su presa.

Yo traté de encogerme tanto como pude, deseando ser invisible.

—El profesor Katrel —añadió—, los llevará a sus habitaciones.

Señaló a un joven profesor que parecía más un adolescente: cabello alborotado, rostro sonrojado y una sonrisa algo nerviosa.

—Buenas tardes, los guiaré. Por favor, síganme. —balbuceó.

Obedecí, caminando al final del grupo. Uno a uno, los estudiantes fueron dejando el pasillo a medida que recibían sus habitaciones, hasta que solo quedé yo.

Katrel me miró fijamente, su expresión era mezcla de respeto y nerviosismo.

—Disculpe, segunda princesa, por hacerla esperar. —tartamudeó.

—No se disculpe. —respondí, forzando una pequeña sonrisa.

Él sonrió de vuelta, un gesto tan cálido que me hizo retroceder mentalmente.

—Esta será su habitación. —anunció abriendo una puerta.

Me quedé inmóvil. El cuarto era un paraíso: paredes blancas, una cama tan grande que parecía tragarse todo el espacio, muebles finos, una suave alfombra. Todo demasiado… hermoso.

—¿Está segura de que es para mí? —pregunté, sintiendo la ansiedad morder mi piel hasta sangrar.

—Por supuesto. Pero si no es de su agrado, puedo asignarle otra habitación más grande. —dijo, estudiando mi reacción.

—Es… es demasiado grande —susurré, agachando la cabeza.



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En el texto hay: fantasia, amor, herederos

Editado: 30.04.2025

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