Evan Hatchet, desertor alfa del clan Ice Daggers, contempló con pacífica calma las gotas que se deslizaban por el vidrio de la enorme ventana contigua al reservado en donde estaba sentado. Amaba la lluvia casi tanto como el chocolate tan dulce que estaba consumiendo, había hecho bien en detenerse en el pequeño y desconocido pueblo de Oak Hills, un descanso de la ruta le sentó bien para despejar su mente siempre inquieta.
Por dentro, el leopardo que siempre fue su acompañante en su solitaria y dolorosa vida, se hallaba calmo, como sentado, mirando con altivez el agua que no alcanzaba a tocarlo. Y así se sentían los dos, ambos partes de un mismo todo, de un igual, solitarios en cuerpo y alma.
Las cuatro horas en vehículo bajo un cómodo silencio pesaban sobre sus hombros, Evan estaba cansado por el extenso viaje. Y venía cuestionando desde hacía tiempo si tomó la decisión correcta al desertar del clan de Aria, no tenía idea de cuál era el rumbo a seguir, la libertad de movimiento era un sentimiento reciente, tan desconocido y excitante que lo llamaba a continuar, pero era la soledad lo que insistía en hacer la pregunta, ¿era esto lo que quería?
Cientos de kilómetros quedaron atrás, los amigos y compañeros que sin pedir nada a cambio le abrieron sus puertas con generosidad ya no estaban junto a él. Estaba por su cuenta ahora. Y cuatro años después de abandonar el clan que lo acogió sin dudarlo después de que fuera liberado de un humillante encierro, ahora se sentía muy solo.
Sentado, tomando chocolate caliente, observando la lluvia abrazar la tierra como un frío manto, Evan sentía ese instinto presionar por dentro, llamando, guiando un camino a seguir, pero venía andando tras él demasiado tiempo.
Estaba tan absorto en sus pensamientos, que casi ni se dio cuenta que alguien lo estaba observando. Subió su mirada, un alto y compacto hombre estaba apoyado sobre el lado libre del reservado, con una humeante taza en su mano que olía a café, se veía mayor que él, su mirada avellana cansada, rizos marrones se desprendían de su cabeza con salvaje abandono.
— ¿Qué quieres? —preguntó, de inmediato el leopardo se hizo a la tarea de averiguar qué tipo de hombre tenía en frente.
No olía a humano normal, pero tampoco podía descifrar su olor de cambiante por el excesivo y picante perfume que le atontaba sus sentidos.
—Oye tranquilo, solo quería hablar con alguien.
Evan miró alrededor, la cafetería estaba a la mitad de su capacidad, muchas personas juntas y solitarias, hablando con risas y murmullos, llenando el lugar de una cómoda calidez.
—Hay muchas personas por aquí —respondió y luego apuntó a los demás.
No le agradaban los desconocidos, por amarga experiencia sabía que debía mantener la guardia alta ante cualquiera que se le acercara de imprevisto. La maldad siempre encontraba lugar donde crecer.
—Pero ninguno de ellos es un cambiante —exhibió una sonrisa amable con colmillos y todo, luego sin pedir permiso, tomó lugar frente a él—. Soy Adam West —se presentó tendiendo su mano—. Leopardo.
Evan vaciló, su mirada fue de sus ojos que expresaban una amabilidad innata mezclada con cansancio a la mano firme plagada de cicatrices.
—Evan Hatchet —respondió y con algo de recelo, apretó su mano—. Leopardo de las nieves.
El asombro se le notó en su rostro, desde que fue a parar al Cubo de Kreiger con tan solo quince años de edad, conocía muy bien esa reacción. Junto con la humillación de ser exhibido como un animal para el entretenimiento de los humanos.
De solo recordar esos penosos años su sangre hervía de rabia en sus venas.
—Y dime, Evan, ¿qué haces por aquí?
Evan señaló su taza a medio consumir. Adam sonrió.
—Además de eso.
—Estoy de paso —afirmó—. Después... No lo sé, simplemente voy de aquí a allá recorriendo los lugares que me llamen la atención.
Adam subió su taza a los labios mirándolo con extraña atención.
—Eres un solitario.
Evan se encogió de hombros.
—Algo así —dijo, regresó su mirada a la lluvia en el exterior—. ¿Y tú, vives aquí?
Sintió la tensión en el aire durante un escaso momento, Evan volvió al leopardo frente a él, pero la calma seguía en su rostro.
—No, tengo un terreno con una cabaña a varias decenas de kilómetros de aquí.
Adam siguió el contorno de la taza con su dedo índice, en una acción tan inocente como escalofriante.
«Es extraño, pero no huelo mentira en él» el leopardo rasgó sus garras en su mente, listo para cualquier cosa que pudiera suceder, Evan analizó con disimulo el ambiente, en busca de algún detalle que no fuera normal, como hombres mirando en su dirección, al acecho.
La última vez había detectado ese detalle demasiado tarde y terminó encerrado, su efímero escape del laboratorio no duró más que un mes.
Así que, ahora que de nuevo podía embriagarse del satisfactorio sentimiento de libertad, Evan tenía que tener siempre un ojo vigilando alrededor. “El peligro siempre está, debes estar alerta para saber hallarlo” el consejo envuelto en la firme voz de Aria, rondó por su mente mientras observaba las gotas por el vidrio.
—La tormenta no cesará hasta mañana —dijo Adam—. El nivel de alerta para conducir ha subido a nivel tres.
Eso significaba que habría personal de seguridad vial custodiando la entrada y salida al pueblo para evitar accidentes. Era probable que detuvieran a los conductores y que les ordenaran pasar la noche en el pueblo.
Evan quería irse, sentía el peligro acechando desde cualquier lado, las huellas de su paranoia moviéndose bajo su piel.
—Sí, no es buena idea seguir manejando con este clima.
Adam mostró una sonrisa, tenía arrugas en los extremos de sus ojos y en las comisuras de sus labios, Evan no comprendía su pensamiento, quería hallar un sentido oculto bajo su mirada, una razón para desconfiar de sus palabras y huir lejos.