La niebla aún olía a madera quemada.
Las cenizas flotaban lentas en el aire, como una nevada maldita, cubriendo los restos calcinados de lo que alguna vez fue el edificio central del mercado del pueblo de Teralh. Las puertas astilladas colgaban de sus bisagras, y los muros de piedra estaban tiznados con manchas oscuras donde el fuego lamió sin piedad. Las gallinas muertas seguían en las jaulas, carbonizadas. El pozo del centro, ahora seco, era una boca abierta hacia el vacío. En algunos rincones, aún crepitaban brasas ocultas como susurros..
La vista era desoladora. Los cadáveres del pequeño grupo de soldados voluntarios que había intentado defender el pueblo estaban regados, desordenados. Sus cuerpos estaban esparcidos, separados por metros, como si cada uno hubiese librado su propia guerra silenciosa, sin esperanza de victoria.
Ninguno de ellos representó alguna vez amenaza alguna contra su enemigo, su muerte era segura desde el mismo momento que vieron el regimiento de soldados de Azurova acercarse por el este. Los estandartes del norte inspiraban un miedo solo comparable con los relatos de ataques de las sombras.
Natalia avanzaba despacio, sin decir una palabra…
Su silueta era imponente, casi irreal bajo la neblina gris que flotaba sobre el pueblo. De estatura media pero erguida como una torre, caminaba con la dignidad intacta de una princesa caída… y la ferocidad contenida de un depredador al acecho.
Su piel, pálida como mármol bajo la sombra, contrastaba con su cabello negro, lacio y largo, que caía por su espalda como un velo de noche. Sus ojos, verdes e intensos, parecían atravesar la voluntad de quien osara sostenerles la mirada: no brillaban con furia, sino con juicio.
Vestía un traje de batalla oscuro, ceñido al cuerpo, hecho de telas reforzadas y cuero noble teñido en negro azabache, entrelazado con costuras finas de plata vieja. Encima llevaba una capa larga y pesada, abrochada con broches de hierro forjado y forrada por dentro con piel de lobo ártico, cuyo cuello alto se alzaba detrás de su cabeza como un abrigo ceremonial. La capa se abría al andar como alas de sombra, dejando ver el forro blanco y grisáceo que contrastaba con la oscuridad del resto de su atuendo.
Las botas altas de cuero endurecido, con hebillas decoradas por emblemas antiguos de su casa real extinguida, resonaban con cada paso sobre la tierra ennegrecida. En su cuello, un collar de obsidiana pulida se enroscaba como una serpiente dormida, y en sus dedos, anillos con gemas oscuras —algunos rotos, otros manchados de historia— destellaban con un fulgor ominoso.
El acero de su espada repiqueteaba en la cadera. En la guarda había una gema negra con un brillo extraño, una sensación hipnótica pero aterradora se apoderaba de quienes la miraban. A veces, una bruma etérea escapaba de la gema, como si la oscuridad necesitara respirar.
Atado al extremo de la empuñadura, colgando discretamente entre las envolturas de cuero oscuro, había un pequeño relicario de plata ennegrecida. Era una pieza antigua, desgastada por el tiempo y la guerra, pero aún firme. El metal, a pesar del hollín que lo cubría, conservaba aún un brillo tenue, como si se aferrara con orgullo a un pasado que se negaba a morir.
Cada vez que la espada se movía, el relicario tintineaba suavemente, un sonido apenas audible, como el eco de un recuerdo lejano. Nadie se atrevía a preguntar por él. Quienes lo habían visto abierto —pocos, y sólo una vez— decían que contenía la imagen de una mujer y un hombre dibujados a mano con ternura.
Era una contradicción atada al arma más temida del continente: una reliquia de amor colgando de una espada hecha para infundir terror.
Los ojos de Natalia se sentían amenazantes: gélidos, amenazadores, tan duros como el juicio que se avecinaba. Su ejército la rodeaba como un enjambre silencioso: soldados cubiertos de armaduras oscuras, con los emblemas del Reino de Azurova.
En la plaza central, una veintena de aldeanos estaban de rodillas, atados con cuerdas y custodiados por lanceros. Algunos temblaban. Otros lloraban. Todos evitaban su mirada, veían al piso aterrados sin saber si estarían vivos después del ocaso. Habían intentado refugiarse en el mercado pero el regimiento, sin compasión, incendió el lugar para hacerlos salir. Luego de unos minutos, cansados, temerosos y cubiertos de hollín con polvo salieron rogando por sus vidas.
—¿Dónde está? —preguntó Natalia, apenas con voz.
Nadie respondió.
El silencio fue la única respuesta. Solo se escuchaba el crujido del viento, empujando una veleta que ya no giraba. Caminó entre ellos como un tigre hambriento entre venados. Sus botas pisaban charcos de lodo mezclado con sangre seca. Su mano acariciaba la empuñadura de la espada. El relicario tintineaba levemente, como si respondiera a su toque.
Cada paso, cada mirada, era una sentencia suspendida.
—No vine por ustedes —murmuró, clavando la mirada en una mujer anciana de manos huesudas—. Vine por el que los traicionó.
El anciano más cercano, con barba blanca y túnica rota, intentó hablar, pero no le salieron palabras. Solo un gemido. Bajó la cabeza. Natalia entrecerró los ojos con desdén antes de continuar:
—Los adivinos. Los chamanes. Los magos... —Natalia escupió esa última palabra como si supiera a veneno—. Ellos entregaron esta tierra a las Sombras. Ellos sabían lo que vendría. Y lo permitieron.
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Editado: 31.10.2025