El Destino de la Estrella

Capítulo II: La Visión de Catharos

Astrid caminaba sola por el sendero oculto entre los árboles nevados del bosque de Thalion, donde el silencio era tan denso como la nieve que cubría las raíces del mundo.

Aquel bosque se extendía como un manto blanco y gris desde la cima del monte hasta los límites del valle, donde la ciudad de Methisarys dormía entre columnas, vitrales y bibliotecas de mármol pulido.

Vestía una túnica larga de lana gruesa teñida en azul profundo, ceñida a la cintura por un cinturón de cuero envejecido del que colgaban pequeños frascos de vidrio, pergaminos enrollados y un astrolabio miniatura de bronce. Sobre la túnica llevaba un manto con capucha forrado en piel de oveja blanca, que le cubría hasta los tobillos y dejaba ver sólo las sandalias de cuero trenzado, reforzadas con telas interiores para resistir el frío.

Sus brazos estaban protegidos por guanteletes tejidos a mano, bordados con símbolos arcanos que representaban constelaciones antiguas. En el cuello llevaba colgado un pequeño prisma de cuarzo engarzado en plata: un relicario con una gota del manantial de Mnemosyne, símbolo de la memoria ancestral.

Su piel era trigueña clara, como la de los sabios de Methisarys, curtida por el sol y templada por el invierno. El cabello, oscuro como la noche, caía hasta los hombros, trenzado con hilos de cobre en los costados. Pero lo que más destacaba eran sus ojos: azules como los cielos de otro mundo, capaces de ver más allá de lo visible.

Astrid no era una guerrera. Era una buscadora de verdades, instruida entre códices antiguos, esferas celestes y tratados de filosofía. Su alma llevaba el peso del conocimiento, y su don —Clarivia, la clarividencia— era tanto un privilegio como una condena. Ese poder no podía manifestarse por sí solo; necesitaba canalizarse a través de un objeto único, una reliquia tan antigua como misteriosa: el Espejo de Catharos.

Más que un simple artefacto, Catharos era un ente vivo, caprichoso, que no obedecía a quien lo portaba, sino que elegía a quien lo consideraba digno. Era una reliquia que leía el corazón de su portador y juzgaba su voluntad con la misma severidad con la que mostraba la verdad. No bastaba con desear ver, había que estar dispuesto a soportar sus revelaciones.

El Espejo de Catharos no tenía un marco dorado ni ornamentos fastuosos. Su forma era ovalada, alargada como la pupila de un dios, de apenas el largo de un antebrazo humano. Su superficie no era del todo pulida: parecía hecha de metal líquido, con ondas suaves que apenas perturbaban su reflejo, como si respirara. En ciertos ángulos, no mostraba la imagen de quien lo miraba, sino fragmentos distorsionados de otro lugar u otro tiempo.

El borde del espejo estaba encastrado en una estructura de bronce ennegrecido, con inscripciones talladas en alfabeto antiguo —nadie sabía si era un lenguaje humano o divino— que parecían reacomodarse cuando el poder de Clarivia se manifestaba. Pequeñas vetas de amatista recorrían las líneas del marco, como nervaduras, y a veces se iluminaban tenuemente cuando el espejo "despertaba".

Sostenerlo no era como cargar un objeto; era como cargar una voluntad. Había peso en él, no solo físico, sino espiritual. Muchos decían que, cuando lo tocaban, sentían una presencia del otro lado, algo que miraba desde el interior, algo que recordaba.

Astrid no vivía entre la gente desde que se convirtió en la portadora de Catharos. Su hogar era el Santuario de Aitherion, una construcción olvidada entre ramas altas, templos de piedra cubierta de musgo, y losas heladas que solo eran visitadas por los que no temían ver la verdad. Pero allí arriba, entre abedules y pinos centenarios, solo quedaban susurros, el viento y la mirada de los dioses vigilando desde un cielo abierto.

Desde que heredó la reliquia, la claridad le había cobrado un precio. No había riqueza, ni sangre, ni fuego, ni dolor en el precio a pagar por cada visión… era peor: Cada visión acercaba su corazón a la tristeza y su mente en ocasiones se hacía turbia y confusa.

Los colores de sus sueños se volvían más apagados.

Los rostros de sus muertos, más borrosos.

Su voluntad, más frágil.

Por eso no lo usaba. Por eso lo mantenía envuelto, dormido, atado con nudos rituales y encerrado en una caja de madera de abedul, enterrada entre piedras antiguas.

Pero esa noche… ardía.

Astrid sintió como si Clarivia le hablase a través de sus pies, a cada paso que daba le seguían pulsaciones bajo las palmas de sus pies como si la tierra respirara. El espejo la llamaba, no con palabras, sino con una pulsación lenta, profunda. En sus oídos se escuchaban susurros de ecos perdidos que venían de arriba, como si las estrellas le hablaran.

Astrid corrió hacia un altar ubicado en un claro del bosque que se abría como una herida perfecta en el corazón de los árboles, un círculo de tierra firme rodeado por troncos blancos y viejos como el tiempo. Allí, la nieve no caía. Ni el viento osaba cruzar. Solo el silencio respiraba en ese santuario olvidado, como si los héroes de antaño aún vigilaran.

En el centro, emergiendo de entre raíces milenarias y piedras cubiertas de musgo, se alzaba el Altar de Aitherion.

Tallado en piedra blanca traída de las canteras olvidadas de Erevia, el altar se alzaba cuarteado por siglos de humedad y silencio. Era una gran losa rectangular sostenida por cuatro columnas bajas, lisas y robustas, cada una marcada con glifos arcanos cuyo origen se había perdido en el tiempo. Uno parecía un ojo entre llamas, otro un círculo radiante con rayos divergentes, el tercero una espiral con alas, y el último una balanza inclinada sobre estrellas: símbolos cuyo significado sólo comprendían los antiguos custodios del santuario.



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En el texto hay: aventura, epico, elegidos

Editado: 31.10.2025

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