El viento soplaba con furia en el desierto. Granos de arena golpeaban como mil agujas el rostro de la joven. Todo era confuso: eran como fragmentos de un recuerdo que no sabía si le pertenecía.
Corría, sí… pero era como si los pies no le respondieran del todo, como si fueran memorias prestadas, y no carne propia.
—¡Luna! —gritó una voz masculina, lejana, distorsionada por la tormenta—. ¡No te detengas!
Sus pies se hundían en la arena. Sus manos buscaban algo… ¿una reliquia? ¿un mapa? Junto a ella corría un joven de piel oscura como la melaza y cabello negro y ondulado como el azabache. Su rostro era difuso, casi borrado por el viento, pero sus ojos claros… sus ojos la atravesaban con una urgencia que la estremecía.
No sabía quién era. No conocía su nombre. Y sin embargo, cada fibra de su ser le gritaba que era importante. Que perderlo sería como perder una parte de sí misma.
El cielo rugió como una bestia, y el horizonte desapareció tras una muralla de arena. Luna cayó.
Un golpe seco. Un zumbido. Y luego, oscuridad. Solo quedó una voz que susurraba entre la tormenta:
— ¡Luna! ¡Luna! ¡Sigue mi voz!
Luna despertó jadeando.
La luz de la mañana se colaba entre las cortinas de lino. Su piel estaba cubierta de sudor, aunque la brisa del mar era fresca. Llevó una mano a su frente, como si aún pudiera sentir la arena en el cabello.
—Otra vez… —murmuró.
El mismo sueño. Siempre idéntico. Y siempre incompleto.
Se incorporó lentamente. Desde su balcón, podía ver los tejados blancos de Gadiris brillando bajo el sol. Las torres de mármol, los mercados abarrotados, el azul brillante del mar. Nada en esa ciudad hablaba de tormentas ni desiertos… pero en su alma, una parte de ella aún caminaba entre dunas.
La ciudad de Gadiris era la joya costera del reino de Elirya —un antiguo bastión de comerciantes, artesanos y sabios del mar. Desde que fue rescatada del desierto, Luna se convirtió en símbolo de renacimiento.
El Bastón de Alegriva la eligió sin aviso. Nadie en la ciudad entendió cómo una joven extranjera sin recuerdos pudo ser tocada por el don más luminoso de todos: la alegría sanadora. Desde entonces, Luna había asumido su rol. Recorría hospitales y templos, curando con su presencia y su bastón, que brillaba con un cálida fulgor azulado. Su toque aliviaba fiebres, cerraba heridas, calmaba llantos.
Luna caminaba descalza por las baldosas tibias del jardín real. Llevaba su bastón de luz colgado en la espalda como quien lleva un amuleto, pero esa mañana no lo necesitaba. Iba a ver a los enfermos.
Uno de los obreros del puerto había sido aplastado por una carga de mármol. Su pierna sangraba y su respiración era errática. Alrededor, los guardias no sabían qué hacer, y la gente murmuraba con miedo:
—Llamen a la joven de piel blanca…
—A la sanadora de Alegriva…
—A la joven de la sonrisa cálida…
Luna tenía apenas veintiún años, y sin embargo, su sola presencia bastaba para silenciar un salón lleno. Caminaba con una calma serena, casi etérea, como si flotara apenas sobre el polvo del mundo.
Su piel parecía esculpida en nácar, como una piedra viva, pulida por siglos de sol y arena. Bajo la luz del mediodía, resplandecía con un fulgor tenue, casi lunar. Su rostro delicado tenía pómulos suaves y mentón redondeado. Sus ojos eran grandes, de un gris azulado inusual, casi plateado, como si pudieran ver el alma. Llenos de ternura, pero también de una pena insondable, como si recordaran algo que el resto del mundo ya había olvidado.
Llevaba el cabello recogido en dos gruesas trenzas níveas que caían sobre sus hombros, adornadas con pequeñas cuentas de cerámica ocre y hebras de lino color ámbar. Algunos mechones sueltos, más blancos que la sal, enmarcaban su frente, dándole un aire de libertad.
No parecía una guerrera. No parecía una reina. Parecía un reflejo pálido de la luna sobre el desierto: frágil, ajena… y sin embargo, cargaba una luz que aún no sabía que le pertenecía.
Luna llegó sin hacer alarde. Se arrodilló en la piedra húmeda, colocó ambas manos sobre el pecho del herido y cerró los ojos.
La vara no brillaba. No hacía falta. La luz estaba en ella.
Un fulgor cálido brotó de sus palmas, como la brisa del amanecer después de una larga noche. Los huesos rotos se alinearon. Las venas sellaron sus heridas. Y el hombre, entre lágrimas, besó la mano de la joven.
—Gracias… —susurró, con voz ronca.
—No me des las gracias a mí —dijo ella suavemente, esbozando una hermosa sonrisa—. Agradece a Alegriva, que nos recuerda cada día que el dolor no es eterno.
Así era el día a día de Luna.
Su don le permitía llevar sanación física a todo aquel que lo necesitase en Gadiris. Sin embargo, Luna lamentaba en silencio no tener el poder de curar el alma: disipar los pesares, la tristeza, sanar un corazón roto o devolver recuerdos perdidos.
Aun así, lo que no podían hacer su bastón ni sus manos lo compensaba su carisma excepcional, capaz de provocar sonrisas incluso en medio del dolor. Su presencia irradiaba ternura, y su sonrisa radiante le había valido un apodo que se esparcía de boca en boca: “la joven de piel blanca y sonrisa cálida”. Ese apodo, sin embargo, también traía sus propios inconvenientes: más de un joven en Gadiris se había enamorado de ella sin remedio, dispuesto a mil locuras con tal de captar su atención.
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Editado: 31.10.2025