El sol aún no asomaba sobre las aguas de Gadiris cuando Luna descendió por última vez las escaleras del Palacio de Santa Elvira. Envuelta en un manto sencillo, llevando solo lo necesario y el peso invisible de la profecía, cruzó los corredores de piedra que la llevarían hacia los muelles. El Bastón de Alegriva, dormido en su espalda, pulsaba apenas como una luciérnaga oculta bajo la niebla.
En el patio exterior la esperaban dos figuras encapuchadas: el Consejero Maren y la espía llamada Lys, ambos vinculados a los círculos secretos que aún defendían la neutralidad de Elirya.
—No puedes ir al puerto —murmuró Lys sin rodeos—. Anoche llegaron emisarios desde Calvareth, vestidos como mercaderes de aceite y sal. Pero no preguntan por cargamento. Preguntan por una mujer joven, de ojos claros, piel blanca y acento del desierto.
Maren, más sereno, sostuvo un pequeño pergamino sellado con cera negra.
—La Orden de Svet mueve peones en los puertos, Luna. Buscan en las barcas menores, en almacenes y navíos del alba. Si subes a un barco, no llegarás a Methisarys.
Luna desvió la vista hacia el horizonte marino. El sol se elevaba lento sobre el agua, dorando las velas que se mecían dormidas. Durante un instante, pareció tentada.
—¿Y por tierra? —preguntó.
—Lento —dijo Maren—. Pero libre.
Lys se inclinó hacia ella.
—Hay caminos que aún no han sido profanados. Antiguos senderos que no aparecen en los mapas. Por ahí cruzan los últimos sabios, los últimos mensajeros. Atraviesa las montañas hasta llegar a Hesperia. Desde ahí podrás tomar una embarcación hasta Methisarys
Y así, sin escolta ni estandarte, Luna eligió el silencio de las montañas. El mar se quedó atrás como una promesa rota. La Reina le había proporcionado salvoconductos, ropas de viajera, y monedas de plata y oro para el largo viaje.
Pero ni la compasión real ni los sellos dorados eran ya garantías de seguridad. Las sombras no eran lo único que se movía en el mundo: la Red Carmesí y los agentes de la Orden de Svet ya la buscaban, bajo órdenes de capturar o neutralizar a cualquier persona que desafiara el Decreto de la Luz.
Luna viajó de noche al inicio, siguiendo rutas de comerciantes por las colinas que bordeaban el Golfo del Elirya. A cada cruce, sus ojos se encontraban con emblemas de la Orden de Svet. Buscaban algo. Buscaban a alguien, al principio de manera discreta, pero luego de manera más contundente.
Y aunque se vestía con humildad y hablaba poco, su andar sereno, la claridad de su piel y el leve resplandor del Bastón de Alegriva la delataban como algo más que una simple viajera.
Fue en los riscos de Torrealba, en una aldea ruinosa donde el mar choca contra los acantilados y los caminos se vuelven espejismos de niebla, donde casi fue capturada.
Tres hombres armados con emblemas ocultos, de un sol partido bajo sus ropas, llegaron una noche a la posada donde se alojaba. No preguntaron nombres. Sólo dijeron:
—Buscamos a una joven de piel blanca que porta una vara. Si alguien la ha visto, sería una tragedia no hablar.
La posadera palideció. Luna ya se había ido. Una sombra la guiaba fuera por una puerta trasera. Una voz rasposa le susurró:
—Sígueme y no mires atrás.
El hombre que la salvó se llamaba Varek. Su andar era cojo, su barba estaba enmarañada y sus ojos tenían un azul pálido como las ruinas nevadas de Azurova. Él mismo le confesó, más tarde, que había sido cartógrafo en el Palacio de Veritas, antes del Decreto de Guerra de la Luz.. Pero tras ayudar a ocultar a un profeta moribundo, fue condenado al exilio. Desde entonces, guiaba viajeros a través de rutas secretas, contrabandeando libros, semillas y recuerdos.
—Alguien especial me habló de ti —confesó una noche, mientras el fuego temblaba con los susurros del viento—. No dijo tu nombre, ni tu rostro. Solo dijo: "Cuando llegue la joven con piel sin memoria, verás el mapa moverse por sí solo".
No entendió esas palabras, hasta que la vio caminar. Una corazonada le atravesó el pecho como una aguja en el momento exacto en que la vio entrar a su tienda, con el cabello blanco cayéndole como nieve sobre los hombros. No era una joven fugitiva, era un momento escrito en la tierra que le fue prometido ver.
Por eso la ayudó. Por eso ocultó su identidad. Y por eso, aunque sabía que Methisarys era un lugar de visiones y peligro, decidió escoltarla hasta sus puertas.
Durante el viaje, a veces Luna veía fuegos lejanos en las colinas al norte. Otras veces, escuchaba el rumor de rezos apagados en lenguas prohibidas.
El alba los encontró descendiendo por un sendero de olivos viejos, donde las hojas caídas crujían como cenizas de un incendio antiguo. Al fondo, entre la neblina salina, se extendía Marivelle, la ciudad que una vez fue llamada “La Joya del Litoral”. Sus techos, corroídos y manchados como brasas apagadas, descendían en terrazas hasta besar el puerto, donde los barcos dormían como sombras encalladas.
—Aquí el mar habla en susurros —murmuró Varek—. Y hay quienes aún lo escuchan.
Luna no respondió. El cansancio pesaba sobre sus pies, pero sus ojos se alzaron, luminosos, hacia la promesa de una tregua en su viaje. En algún rincón de esas calles torcidas, cubiertas de musgo y lamentos, aún brillaban vestigios de una Marivelle que no había olvidado la luz.
El paso de Luna era leve, como si su alma temiera dejar huellas. Marivelle se alzaba frente a ella: herida y hermosa, con sus callejuelas como venas rotas que aún latían bajo un sol frío.
Marivelle fue una ciudad de música, fuego de alquimistas y santuarios, antes de que el Decreto la marcara como impura. Ahora sólo quedaban los esqueletos de sus campanarios y los mosaicos rotos que aún brillaban bajo la lluvia. Los balcones colgaban de muros carcomidos por la sal y el tiempo, mientras cuerdas de ropa flameaban entre los edificios como oraciones susurradas al viento.
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Editado: 23.11.2025