El Palacio de Veritas, antaño faro de sabiduría en el Reino de Azurova, se había transformado en un santuario de guerra. Las estatuas de los antiguos sabios estaban cubiertas por estandartes del Ejército del Alba. Los vitrales que antes contaban parábolas de esperanza ahora filtraban la luz como heridas abiertas, dejando caer haces rotos sobre el mármol agrietado.
En el centro de la gran sala circular, bajo la cúpula de obsidiana grabada con constelaciones perdidas, se reunía el Consejo de la Luz.
El espacio tenía forma de ojo. En su centro, un brasero de luz líquida palpitaba suavemente, como si respirara. Las llamas no eran fuego ordinario: eran alimentadas por las cenizas de antiguos tratados, grimorios prohibidos y emblemas confiscados de los reinos caídos. Su resplandor dorado iluminaba los rostros reunidos.
Cinco figuras estaban reunidas bajo la cúpula. No eran simples consejeros. Eran los modeladores del nuevo orden.
Natalia Valkov, Heredera del Trono de Azurova, estaba de pie. No tomaba asiento. Su presencia bastaba. Vestía una capa blanca bordeada con símbolos de guerra bordados en hilo negro. La Espada de Umbra descansaba a su cintura, como un animal dormido que aún podía morder.
A la derecha de Natalia, con las manos entrelazadas sobre un tomo encuadernado en cuero de reliquia, estaba Silarion Veresk, el Archivista Solar del Palacio de Veritas. Su sola presencia parecía doblar la luz de la sala. Vestía túnica de hilo dorado, manchada por el tiempo y el incienso, y sobre su pecho colgaba una llave ceremonial: símbolo de su acceso a los salones sellados del saber.
Tenía un solo ojo: brillante, penetrante, del color del ámbar bajo la tormenta. El otro era una cuenca vacía, cubierta apenas por una venda ornamentada, y la mitad izquierda de su rostro, hasta el cuello y parte del torso, mostraba las marcas de una antigua quemadura: un hechizo de purificación mal ejecutado —o quizás invocado a propósito. Su piel en ese lado parecía pergamino reseco, y en los bordes de la quemadura aún se intuían runas curativas que no habían logrado revertir el daño.
A diferencia de los otros miembros del consejo, Silarion no renegaba del estudio arcano: lo archivaba, lo diseccionaba, lo comprendía. Sabía más sobre las Sombras que cualquier otro vivo. Había memorizado los cánticos prohibidos de los Veneradores, las fórmulas que abrían portales menores y los nombres reales de los espectros mayores.
Aunque su aspecto infundía temor, su voz era calmada y serena. Cuando hablaba, lo hacía como quien carga siglos en la lengua, y no como quien busca convencer.
Junto a él, como una sombra que no proyecta calor, estaba el estoico y enjuto Elías Venerov, Escribano Mayor de la Luz. De complexión delgada como un junco invernal, su túnica blanca estaba impecablemente doblada, sin una arruga fuera de lugar, salvo por las pequeñas manchas de tinta sagrada que marcaban los dedos de su mano derecha, ennegrecida por años de transcribir juicios, proclamas y excomuniones.
Sus ojos eran grises, opacos, como si miraran más allá de las personas y solo vieran doctrina. Tenía la frente amplia, las cejas rectas y la boca siempre tensa, como si le pesara la responsabilidad de cada sílaba pronunciada. Era un hombre de verbo cortante, que creía más en la palabra escrita que en la sangre derramada, aunque no le temblaba el pulso al invocar ambas.
Se decía en los pasillos del Palacio de Veritas que fue Elías quien ideó la arquitectura moral y retórica del Decreto de Guerra de la Luz. Cada cláusula, cada giro semántico, cada excepción prohibitiva llevaba su sello invisible. No escribía por emoción, sino por convicción. Y en su convicción, la Luz debía ser pura o no ser.
—La ambigüedad es la semilla de la herejía —solía decir—. Y las semillas se arrancan antes de que florezcan.
Era temido y respetado, pero nunca querido. No buscaba afectos ni simpatías, sino orden. Cuando hablaba en el Consejo, lo hacía sin levantar la voz. Y sin embargo, al terminar, el silencio pesaba más que cualquier argumento.
De pie, casi sin moverse, Mikhail Orzev, Sumo Custodio de la Orden de Svet, era una estatua viva tallada en disciplina. Su túnica blanca no tenía adornos, salvo el símbolo bordado del Sol Partido en el pecho: el emblema sagrado de Svet, Dios de la Luz Justa, abandonado por muchos, pero no por él. Su rostro imperturbable parecía no haber cambiado desde la caída de Azurova. Bajo las arrugas del tiempo y el rigor de la guerra, aún se percibía la nobleza severa de un caballero devoto… o tal vez la frialdad de un creyente sin dios.
Era un sacerdote sin altar, sí, pero no sin espada. Mikhail Orzev, Sumo Custodio de la Orden de Svet, había dirigido más campañas de purificación que ningún otro vivo, y su nombre era temido en cada frontera donde la luz aún no había llegado. Su túnica blanca no ocultaba el peso de la armadura bajo ella, ni la disciplina férrea de un comandante que había marchado junto a Natalia desde los días más oscuros.
Lo cierto era que Mikhail no creía en adornos ni plegarias, sino en el sacrificio necesario para redimir al mundo. Y si debía arder media tierra para lograrlo, él encendería la antorcha.
Había nacido en Azurova, al servicio de la Corona y del espíritu. De joven había sido instructor en los claustros de la Orden, y fue él quien entrenó a Natalia en los ritos de la fe, la disciplina mental y los secretos de la magia de luz. No como princesa, sino como heredera de un deber sagrado. La vio crecer entre los vitrales del Gran Templo, y también la vio arder en el silencio de la venganza tras el ataque de las sombras.
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Editado: 23.11.2025