Desde el primer día que Luna subió a La Golondrina se dedicó a buscar una forma de esconder el Bastón en un lugar donde no se pudiera ver su luz, pero que lo tuviese a la vista todo el tiempo. Luego de unos instantes encontró un lugar al costado de la borda de estribor donde había varios objetos que no se usaban.
Ahí lo ocultó, envuelto en varias capas de lino y lo sujetó con cuerdas discretas entre redes viejas, cabos enrollados y un par de remos rotos que nadie usaba. Luego de eso colocó encima una lona desgastada. Todo el conjunto parecía equipo de pesca abandonado, algo que ni el propio Tassio parecía recordar que estaba ahí.
Viajaban con extraños y era mejor ser prudente. Nadie sabía lo que era el Bastón. Nadie debía saberlo.
A veces se quedaba junto a él más tiempo del necesario, fingiendo contemplar el mar o revisar las redes. Eron, aunque no decía nada, empezaba a notar esos paseos regulares, esas miradas breves, ese gesto nervioso cada vez que alguien pasaba cerca de la lona. No preguntaba, pero observaba.
La cubierta era pequeña. Y los secretos no flotaban demasiado tiempo.
Una tarde Eron se apoyó con los codos en la baranda junto a ella, observando el mar con esa mezcla de atención y despreocupación que sólo tienen los marineros jóvenes. Sus ojos, oscuros como la madera mojada, se desviaban a veces hacia Luna con curiosidad sincera.
—¿Y por qué vas a Methisarys? —preguntó, sin dejar de mirar el horizonte—. ¿Hay alguien esperándote? ¿Un esposo tal vez? ¿Tres?
Luna soltó una risa breve agachando la mirada.
—No. Nadie me espera. Voy porque el destino me empuja…
Eron la miró en silencio por unos segundos, arqueando una ceja.
—¿Ustedes en el continente siempre hablan así?— Dijo el chico entrecerrando los ojos pero esbozando una pequeña sonrisa.
—¿Así cómo?— preguntó Luna extrañada.
—Así… como si todo lo que hacen fuera parte de un libro de poesía.
Luna soltó una risa breve, sorprendida.
—Viví entre nobles, en el Palacio de Santa Elvira. Aprendí a leer el mundo desde los mármoles de una casa que no era mía y durante mucho tiempo solo hablaba con libros.
Eron se giró para mirarla, una ceja levantada.
—Ajá... sabía que tenías pinta de princesa.
—No lo soy —replicó ella con una sonrisa tranquila.
—Ya me parecía —respondió él, encogiéndose de hombros—. Una princesa no estaría navegando en este trasto flotante con un viejo loco y un chico con el pelo revuelto. Aunque, si lo piensas bien, eso te hace más interesante.
Luna lo miró de reojo, divertida. Eron le devolvió la mirada con media sonrisa, como quien lanza una cuerda a ver si alguien la sujeta. Sin embargo, Luna permaneció en silencio como si su atrevimiento le hubiese hecho sentirse incómoda.
—Yo crecí entre redes de pescar y olor a caballa. Mis únicas visiones eran de sardinas huyendo.
Hubo una pausa cómoda, como el silencio entre dos olas. Luego Eron volvió a mirarla. Más detenidamente esta vez.
—¿Siempre fuiste así de blanca?
Luna lo miró, un poco divertida, un poco confundida.
—¿Perdón?
—No es una ofensa —se apresuró—. Es que… no sé. Nunca vi a alguien con piel como la tuya. Ni el lino de las velas es tan claro. Me da curiosidad.
¿Se puede…? —levantó tímidamente una mano, sin tocarla—. ¿Tu cabello también es tan suave como parece?
Luna lo observó con una mezcla de sorpresa y ternura, sin responder. Luego inclinó ligeramente la cabeza, como si le diera permiso sin decir una palabra.
Eron rozó apenas un mechón de su trenza, con una torpeza sincera.
—Maldición... como seda de nube. O de lo que yo imagino que es una nube —dijo, riéndose nervioso.
Luna bajó la mirada, divertida, y enrojeció apenas. Antes de que pudiera responder, un resplandor cortó el cielo lejano. Un relámpago, blanco y afilado como un recuerdo olvidado, surcó el horizonte oriental, seguido del murmullo grave de un trueno que parecía arrastrar cadenas bajo el agua.
Ambos se giraron hacia el mar. Eron entrecerró los ojos.
—Eso no es buen augurio —murmuró, con un gesto más serio en el rostro.
—Tampoco es raro en estas aguas —dijo Tassio, apareciendo detrás de ellos con paso firme y la voz rasposa—. Las tormentas siguen rutas constantes. Y este barco las ha cruzado más veces de las que me gustaría.
Se detuvo junto a ellos, mirando el cielo con el ceño fruncido, como si pudiera calcular el peligro sólo con la vista.
—Prepárense —añadió—. Si el viento cambia como creo, vamos a tener una noche movida.
En ese instante, un trueno lejano retumbó sobre las olas, haciendo crujir suavemente los maderos bajo sus pies. Desde la escotilla cercana emergió Varek, despeinado y con la túnica mal abrochada, parpadeando como si no entendiera si era de noche o de día.
—¿Qué fue eso? —murmuró, medio dormido, tallándose los ojos.
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Editado: 23.11.2025