Quede por escrito que el décimo tercer día del mes de Fevradin del año 359 de la Era del Alba Sellada, vuestro humilde siervo fue arrancado de su sueño y transportado a un lugar lejano en un tiempo lejano, mirando el mundo desde los ojos de otra persona. No se si lo que vi fue un eco del pasado o una visión del futuro, pero en todo caso es menester que la visión sea conservada y archivada entre los textos proféticos del Templo del Saber.
El día que dejó de llover
Era un hombre desgastado por el dolor y la desolación. Antes del fin tuvo un nombre, uno real. Ahora solo lo llaman “Jonah”, aunque no queda nadie que pueda pronunciar ese nombre, tan solo queda “La Gente del Polvo”
Lo vi sobreviviendo entre escombros de una ciudad que ya no tenía nombre, en lo alto de una tierra oscura donde las columnas de piedra se alzaban como árboles muertos, y las calles eran ríos secos, de cauces ennegrecidos.
Vi las ruinas de una ciudad atravesada por costillas negras, túneles colapsados y construcciones gigantes partidas que parecían haber nacido como lanzas de piedra clavadas desde el cielo.
Allí, debajo de los restos de una torre que parecía una criatura ciclópea caída sobre sí misma, dormía Jonah. La gente del polvo la llamaba El Gigante de Bronce.
Jonah me mostró en sus recuerdos la inmensa torre con campanas, y el ojo de cristal que medía el tiempo. Ahora, ese ojo yacía abierto entre las raíces del barro, y sus barras de metal oxidadas no apuntaban a ningún cielo.
Me mostró los vestigios de una vida feliz. Una casa con muros cálidos. Una mujer de voz suave. Y una niña que corría entre los charcos, con una tela roja alrededor de su cuello que volaba como una chispa viva. Esa era su vida antes de que llegaran las criaturas oscuras.
La gente del polvo ya no recuerda cómo empezó todo. Solo que un día, el mundo se quebró. Y en algún confín del mundo aparecieron pesadillas con aspecto de muerte que consumían todo a su paso.
No eran sombras, no eran seres vivos, no eran criaturas pensantes o salvajes. Eran como fragmentos arrancados del miedo puro. Ecos de lo que una vez fue humano. Fantasmas hambrientos que se arrastraban entre la niebla, y no devoraban cuerpos, sino almas. Jonah me mostró que los que las vieron las llamaron en su lengua muerta “Dark Whispers”.
Una noche, Jonah vio cómo se llevaron a su familia y no pudo hacer nada. Desde entonces, vivió escondido entre ruinas de piedras, alimentándose de raíces secas y de aguas amargas.
Jonah no recuerda cómo sobrevivió. Solo recuerda que el cielo se incineró y la luz se apartó del mundo. Y que, desde ese día, dejó de llover.
Nunca bajaba demasiado a los túneles. Tenía miedo, se decía a sí mismo que en los túneles habitaba el terror del pasado. Pero el hambre, o la soledad, lo empujaron a bajar.
El acceso era una herida en el suelo: una boca de piedra con escalones resquebrajados que descendían al vientre de lo que parecía haber sido una gruta gigantesca como nunca lo volvería a haber.
Sentí que mientras Jonah se adentraba, el aspecto le era familiar. Era un sistema de cuevas que parecía tallado en la roca con precisión inhumana, donde aún colgaban placas de vidrio oscuro y cáscaras huecas que alguna vez fueron… ¿carruajes?, ¿altares?, ¿cofres?. Mi mente no alcanzaba a descifrar lo que veía Jonah. Pero él sí lo sabía.
No era la primera vez que descendía a las entrañas rotas de la ciudad, pero aquella noche, algo lo llamó más abajo. Un eco, tal vez. Un estremecimiento que cruzó su espina.
Las ruinas estaban quietas, pero no en silencio. Bajo el estruendo aún susurraban las piedras y los esqueletos de viejas bestias metálicas que parecían creadas con alquimia. Caminó entre los huesos de esa civilización que alguna vez rugió, y ahora solo podía gemir.
Había un lugar —un punto exacto de la gruta— donde todo parecía pesar distinto. Como si el aire se inclinase, como si los pasos no obedecieran las reglas del suelo. Allí, en los restos de un pasaje subterráneo ahogado en penumbra, los muros tenían un leve brillo, con destellos como los de una noche clara cubierta de estrellas.
Jonah colocó la mano sobre una columna caída, ennegrecida por algo más viejo que el fuego. Cerró los ojos. No oyó voces, no vio imágenes, pero algo le habló en una lengua sin palabras. Fue como recordar un sueño.
Bajo tierra, el tiempo parecía fluir hacia atrás. Los seres oscuros ya no descendían allí. Tal vez temían volver, quizás. Tal vez solo era un hogar abandonado.
Impulsado por una mezcla de temor y maravilla, Jonah avanzó más profundo en la gruta. Sus pisadas hacían eco en la caverna a cada paso. Y entonces lo vió.
Entre las ruinas había un pequeño claro, donde el polvo no caía, donde las piedras no tocaban el suelo. Fragmentos de roca y tierra flotaban, suspendidos como ceniza en el viento, pero no se movían, no había brisa en la profundidad. Era como si aquel rincón hubiese olvidado cómo obedecer. Nada allí sabía caer, los objetos parecían haberse liberado del influjo de la tierra.
Allí en medio del aire, inmóvil, suspendido, había una extraño relicario atado a un collar de delgados hilos metálicos tejidos. No brillaba. No tenía oro ni gemas. Solo metal opaco, sin dueño.
Y sin embargo, vi algo extraño en su aspecto, como si fuera un artefacto sagrado o de otro tiempo. Como una brújula tal vez, pero una que no sigue las leyes del mundo.
#1442 en Fantasía
#768 en Personajes sobrenaturales
#1979 en Otros
#145 en Aventura
Editado: 23.11.2025