—Envía un cuervo a Striba con un mensaje cifrado —ordenó Natalia, sin apartar la vista del mapa—. Dales la orden: que se infiltren en esa comitiva y entren como invitados. El objetivo es doble. El Vidente... y el supuesto sanador. A ambos los quiero vivos.
Calveran asintió.
—¿Y si no pueden sacarlos discretamente?
—Si fallan —dijo Natalia, volviéndose hacia él con voz baja—, dile a Cassian que no me traiga excusas. Que me traiga cortados los dedos de su propia mano.
La lona se agitó cuando Natalia apartó la tela de la tienda y salió. Un viento helado, perfumado por las nieves viejas del norte y el humo del campamento, le golpeó el rostro. Pero ella no parpadeó. Dio un paso y se detuvo.
Con paso firme pero con prisa atravesó los caminos improvisados del campamento.. Las tiendas de campaña se alzaban en hileras precisas, cada una marcada con inscripciones militares y escudos ennegrecidos por el tiempo. Los estandartes de Azurova—luna partida sobre fondo oscuro—ondeaban lentos entre las ráfagas, como sombras que buscaban elevarse. El aire estaba cargado de ceniza suspendida y el olor a carbón aún vivo. De los braseros de vigilancia y las fogatas recién apagadas ascendían volutas tenues de humo, entre los mástiles y los caballos aún cubiertos con mantas pesadas. El suelo estaba húmedo, marcado de huellas y herraduras, y en el ambiente flotaba esa tensión espesa que precede a la batalla.
El ejército de Azurova estaba ya dispuesto a marchar. Un puño cerrado que esperaba la señal para golpear.
A la izquierda, las banderas escarlatas de los arqueros de Eltros ondeaban al viento. Sus filas eran perfectas, decenas de filas de hombres con arcos recurvados y armaduras de cuero reforzado, todos con la mirada clavada en el bastión distante..
A la derecha, los jinetes de la estepa sur, con sus monturas oscuras y crines trenzadas con hilos de plata. Eran rápidos, silenciosos, entrenados para desmontar en plena carrera y continuar la carga a pie.
La infantería pesada formaba un bloque central: escudos altos, lanzas como un bosque detenido. Cada hombre y mujer allí vestía la insignia negra de Azurova con la luna hendida al pecho. Eran la columna vertebral de la conquista.
Pero en el corazón mismo del ejército, protegidos por capas oscuras y escoltas con armaduras ligeras, aguardaban los guerreros de élite: La Lanza Plateada.
Cientos de combatientes seleccionados por habilidad y lealtad, vestidos con armaduras de mitral bruñido, tan delgadas como la escarcha y tan resistentes como el hierro de la montaña. Entre ellos había duelistas, lanzadores, cortadores de escudos, rompemuros… Cada uno con una historia de hazañas imposibles, cada uno entrenado para combatir no con fuerza bruta, sino con precisión letal. Eran enviados solo cuando una orden requería algo más que fuerza: cuando se necesitaba certeza.
Y al frente de todos, de espaldas al ejército, mirando hacia el norte, de pie con las manos cruzadas tras la espalda, se hallaba Arkhan Drovos, el general. Sus cabellos grises caían como ceniza sobre una capa de lobo. No hablaba. Observaba. Medía la forma exacta del puño cerrado que era aquella ciudad… buscando por dónde abrirle los dedos.
A lo lejos, al pie de las montañas del norte, se alzaban las murallas de Kaerthyn, la capital fortificada del reino de Terya-Nor, uno de los últimos bastiones de resistencia al Decreto de Guerra de la Luz. La ciudad, rodeada de murallas y bosques de pinos antiguos, era una mezcla de piedra milenaria y arrogancia cultural. Sus torres sobresalían como lanzas petrificadas en el cielo del amanecer.
Terya-Nor no era un reino de ignorantes. Al contrario. Eran sabios, sí… pero empecinados. Sus líderes veneraban una tradición que colocaba a los magos y videntes como pilares del equilibrio. Se negaban a entregar sus nombres al Consejo, a registrar sus prácticas arcanas, y aún menos a rendir cuentas ante Azurova.
Los informes eran preocupantes. Los espías tenían información confirmada de que sus magos y sabios estaban intrigados con el fenómeno de La Grieta y del Umbra Collective. Estudiaban las sombras. Las veían como una posible fuente de poder. Rituales, visiones inducidas, descripciones… estaban probando cualquier medio físico, mágico o espiritual para poder contactar con las sombras. Como si quisieran… “hablar” con lo que vive más allá de la Grieta.
La situación era extremadamente peligrosa. Las prácticas de los sabios de Terya-Nor podrían terminar provocando incidentes como los del palacio de Azurova, la destrucción de Al-Thar, la caída de Myrn Valek o el hundimiento de la ciudad flotante de Brisenoir: ciudades enteras podrían ser arrasadas hasta los cimientos por las sombras, convertidas en ruinas mudas donde ya no canta ni el viento.
Era urgente. Las prácticas debían cesar, por el bien de los reinos… y por la supervivencia misma de los habitantes de Terya-Nor. Si sus experimentos seguían, podrían atraer a las sombras y ser dominados para luego ser arrasados por ellas, o peor aún, podrían abrir otra Grieta en el mundo. Y si eso ocurría, quién sabe qué otra pesadilla aún peor que las sombras podría atravesarla.
Sin embargo Kaerthyn no era una ciudad en la que se pudiese entrar con facilidad. Su historia estaba tejida con el hilo de los asedios. Había resistido cercos, rebeliones y cruzadas olvidadas por los libros. Sus murallas, ennegrecidas por el humo de antiguas batallas, eran más que piedra: eran memoria de decenas de intentos de conquista. Gracias a su cercanía con el río del valle, poseía un suministro de agua inagotable, y sus habitantes, previsores y obstinados, cosechaban el grano de cada estación para almacenarlo en colosales silos excavados dentro de la roca misma. Podían resistir semanas, incluso meses. Lo sabían, y lo esperaban. Kaerthyn no se rendía, nunca lo había hecho.
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Editado: 23.11.2025