Una explosión feroz sacudió las formaciones. El estruendo no fue solo un sonido: fue una herida en la realidad. Una lengua maldita se alzó, envolviendo el aire hasta curvarlo y hacerlo gritar. La onda expansiva desgarró a hombres y caballos, levantó tierra, armaduras, sangre y madera por igual. Una veintena de soldados se desintegró en un rugido que hizo crujir los dientes y sangrar los oídos.
Otra veintena fue alcanzada por la llamarada directa. El fuego no era común: ardía con una ferocidad alquímica, como si estuviera hambriento de carne. Los cuerpos estallaron en llamas, y los gritos... oh, los gritos. No eran simples alaridos de dolor; eran aullidos primarios, desesperados de hombres que se retorcían sobre la tierra como antorchas humanas, chocando unos con otros, intentando arrancarse las armaduras mientras las brasas les devoraban vivos.
El hedor a carne quemada comenzó a expandirse como una peste.
Los más cercanos cayeron al suelo, sordos, tambaleantes. Solo escuchaban un chillido punzante dentro de sus cabezas, un pitido que no era del mundo, sino de sus propios cuerpos tratando de entender lo qué acababa de suceder.
Los soldados de más atrás retrocedieron, sin que nadie se los ordenara, fue por instinto. El instinto que precede al miedo puro. La visión era demasiado grotesca, demasiado infernal para parecer parte de una guerra terrenal.
Uno de los estandartes de infantería fue arrancado de su base y salió volando como una pluma ardiente por la presión de la explosión. Una de las torres de asedio —aún a medio ensamblar— tembló por el impacto y se inclinó peligrosamente, derramando vigas y herramientas por el suelo.
Los caballos relinchaban enloquecidos, algunos galopando sin control, arrastrando heridos aún con vida por el lodo manchado de sangre.
La marcha del ejército se detuvo de golpe. Era como si el corazón de Azurova hubiera dejado de latir por un instante.
Los estandartes temblaban en lo alto, mecidas sus telas por un viento que aún olía a madera quemada y carne carbonizada. Los tambores habían enmudecido. Las ruedas de las torres chirriaban sin avanzar.
Desde la columna central, Natalia y Arkhan Drovos observaron la devastación. La tierra aún humeaba. Fragmentos de armadura, escudos partidos y miembros calcinados se esparcían por la llanura como restos de un banquete maldito. Algunos hombres gritaban por ayuda. Otros solo gemían en shock.
Natalia apretó los labios, luego respiró hondo, dominando su rabia. Giró lentamente hacia Drovos.
—¿Qué... fue eso? —preguntó en voz baja.
El general Drovos no apartó la mirada del humo. Sus ojos, endurecidos por incontables campañas, parecían medir cada línea del ataque, cada ángulo de fuego, cada sombra en las murallas de Kaerthyn. Su voz, cuando habló, fue grave y seca:
—Una advertencia. Parece que los sabios de Terya-Nor han creado un arma terrible... Un compuesto alquímico, diría yo.
Hizo una pausa. Señaló con la punta de su espada aún alzada el humo que se disipaba a lo lejos.
—Un barril lanzado por catapulta. Impacto de aire y fuego combinado. Calor comprimido. Como si el mismísimo infierno hubiera escupido sobre nosotros.
Natalia lo miró en silencio, la mandíbula tensa, como exigiendo un plan sin necesidad de palabras.
Drovos volvió la vista hacia ella. Los ojos del general no tenían miedo, pero sí respeto. Respeto por un enemigo que acababa de demostrar que no era un necio con murallas.
—No nos detenemos. No ahora. Si retrocedemos, tomarán valor. Creerán que nos pueden doblegar con alquimia y fuego.
—Entonces, avanzamos.
—Pero con cautela —añadió Drovos, bajando finalmente su espada—. Reorganizaremos las filas. Daremos tiempo a los heridos para retirarse y a los arqueros para preparar respuesta. No atacaremos ciegos.
Se volvió hacia sus oficiales y, desde la retaguardia, alzó la voz con firmeza:
—¡Avanzamos a toda marcha! ¡Espaciado de tres cuerpos entre cada hombre! ¡Dispersión máxima! Que ningún impacto vuelva a cobrarse veinte por uno.
Los jinetes galoparon para transmitir las órdenes a cada unidad. El eco de las palabras del general se propagó como una chispa sobria, apagando el desconcierto. Las formaciones se adaptaron con rapidez. Hombres y bestias retomaron el paso, esta vez más espaciados, más alertas. La marcha, como un monstruo segmentado, volvió a moverse.
Natalia descendió de su caballo sin decir palabra. Uno de los capitanes se ofreció a sujetarlo, pero ella ya se alejaba a pie, desenvainando su espada mientras avanzaba entre las filas.
Drovos la observó brevemente. Sabía lo que significaba ese gesto.
Natalia se preparaba para pelear. Y cuando lo hacía, no era para mirar desde lejos.
Desde lo alto de la muralla, el Alto Custodio Vharun Delkhar observaba en silencio el avance enemigo. La ciudad entera temblaba con cada explosión que sacudía el campo. Desde su posición, la escena era un mural de fuego y sangre: las columnas de Azurova avanzaban entre nubes de ceniza, salpicadas por gritos y silbidos desgarradores que precedían a cada impacto.
El cielo era una danza cruel de sombras negras y fuego. Barriles en llamas cruzaban por encima de la ciudad como presagios llameantes, curvando su trayectoria hasta encontrar carne, metal o tierra. Cada uno que caía arrancaba un pedazo del mundo.
#1442 en Fantasía
#768 en Personajes sobrenaturales
#1979 en Otros
#145 en Aventura
Editado: 23.11.2025