Dentro de Kaerthyn, el caos se multiplicaba.
Natalia corría como un relámpago entre las siluetas y el humo. Su capa ondeaba detrás de ella movida por el viento, y su espada aún chorreaba sangre. No había tiempo para pensar. Solo avanzar. Cortar. Saltar. Matar.
Las defensas del muro oeste habían comenzado a colapsar. Y ella los estaba desarmando desde dentro.
Desvió su rumbo en una calle lateral, siguiendo un instinto pulido por años de guerra. Las señales eran claras: guardias apostados en patrones, edificios sin ventanas, olor a azufre y brea. Aquello no era una simple bodega: era la armería central de Kaerthyn.
Un pequeño destacamento de élite la protegía: tres soldados con armaduras de placas completas, formados como estatuas de acero ante la gran puerta. Al verla aparecer en la plaza interior, reaccionaron con disciplina. Dos de ellos alzaron sus lanzas, el otro se abalanzó con una espada corta. Ninguno dudó.
Natalia tampoco.
Arremetió con una velocidad increíble, esquivando por centímetros la primera lanza, usando el impulso para lanzarse hacia el flanco del segundo soldado y atravesarle el cuello antes de que pudiera girar del todo. Se deslizó bajo el brazo del siguiente, amputó una pierna con un giro de muñeca, y bloqueó con la empuñadura de su espada una estocada descendente.
Un combate cerrado, preciso, sin margen de error.
Cuando el último cayó, con un tajo limpio en la garganta, Natalia se giró hacia la puerta de la armería, que se había entreabierto en la confusión.
Dentro, el hedor era insoportable: alquitrán, aceite, madera seca, y la inconfundible esencia del mineral flagrante obtenido con alquímia. Había decenas de barriles cerámicos apilados, cuidadosamente marcados con runas y advertencias. Un solo chispazo bastaría para borrar del mapa aquel sector de la ciudad.
Natalia dio media vuelta. Tomó una antorcha olvidada cerca de una carreta volcada, le dio una leve sacudida para reavivar el fuego, y sin mirar atrás, la lanzó dentro de la armería y corrió alejándose rápidamente.
Hubo una explosion pero esta vez con una furia jamás vista. Primero, un destello blanco lo cubrió todo. Después, el sonido: un rugido de fuego comprimido que estalló hacia todas direcciones. La onda expansiva rompió muros, hizo volar tejados, desintegró a los pocos soldados que aún custodiaban el perímetro. Fragmentos de piedra, madera y metal se elevaron por los cielos como un enjambre de muerte incandescente.
Una columna ígnea se alzó por encima de las murallas, visible desde todo el valle.
La tierra tembló. Las almenas de la muralla oeste se derrumbaron. La explosión reventó ventanales, hizo colapsar torres secundarias y abrió un boquete enorme en el corazón defensivo de Kaerthyn.
Los tambores enmudecieron. El cielo se tiñó de rojo. Y Natalia, oculta tras un muro derrumbado, se incorporó entre polvo y ceniza. Tenía el rostro cubierto de polvo y la mirada fija en la grieta humeante que ahora dividía el alma de la ciudad.
El estruendo de la explosión aún resonaba cuando los soldados que operaban el ariete, cubiertos de ceniza y humo, entendieron lo que debían hacer.
—¡Ahora! ¡Vamos! ¡Embistamos de nuevo! —rugió el capitán de la columna central.
Las cuerdas chirriaron al tensarse. El tronco masivo del ariete retrocedió y volvió a estrellarse contra la puerta central con fuerza renovada.
Una. Dos. Tres veces.
Con la cuarta embestida, la puerta ya debilitada por el fuego y la sacudida anterior crujió con un gemido largo y agónico, y finalmente cedió. Las vigas se partieron como huesos viejos, y la puerta central de Kaerthyn se vino abajo con un estruendo seco y final. El humo y el polvo se elevaron como una cortina que no podía ocultar lo inevitable.
Por primera vez en siglos, enemigos habían entrado por la fuerza a Kaerthyn.
—¡Adentro! ¡A las armas! ¡Nadie se queda atrás! —bramó un comandante, mientras un río de acero y gritos comenzaba a fluir hacia el corazón de la ciudad.
Los soldados de Azurova, organizados como oleadas, cruzaron la entrada entre restos de madera en llamas y cuerpos calcinados. Sus espadas relucían manchadas de barro y sangre. Las torres de vigilancia cercanas al muro estallaron en caos.
Y en medio de todo, montado en su caballo cubierto por la ceniza, el general Arkhan Drovos entró junto a los suyos como un jinete de tormentas. Su capa desgarrada ondeaba detrás de él, y la sangre de los enemigos manchaba los filos de su espada. A pesar de los años y de cicatrices viejas, Drovos se abría paso con una furia calculada, golpeando, hiriendo, derribando. Su fuerza no estaba en la velocidad, sino en la precisión brutal de cada embate.
En una calle lateral, dos soldados de Terya-Nor intentaron emboscarlo. Drovos los bloqueó con una sola maniobra: dió una estocada con su espada en el pecho del primero y giró la empuñadura para golpear el rostro del segundo con el mango. Ni se detuvo. Su mirada era un vendaval, sus ataques una sentencia de muerte.
Desde las casas, los habitantes miraban por rendijas y balcones con el terror pintado en el rostro. El humo de la explosión anterior aún flotaba sobre los tejados, y las campanas que sonaban no eran de celebración, sino de advertencia. Algunas madres cerraban puertas y cubrían los ojos de sus hijos. Algunos hombres, con herramientas de labranza convertidas en lanzas improvisadas, se ocultaban en los callejones esperando lo inevitable.
#1442 en Fantasía
#768 en Personajes sobrenaturales
#1979 en Otros
#145 en Aventura
Editado: 23.11.2025