El Destino de la Estrella

Capítulo XII: Desierto sin memoria

El sol aún no había vencido del todo la oscuridad de la madrugada, pero ya tiznaba de oro las cuerdas del mástil y el filo tranquilo del mar. Luna estaba sentada en la proa, con las rodillas abrazadas al pecho y el manto cubriéndole los hombros. Eron se acercó en silencio con una taza humeante en cada mano.

—No sabía si te gustaba el té... —dijo, y ella lo miró con una sonrisa tenue—. Pero es lo único que no huele a sal en este barco.

Se sentó junto a ella. Por un momento, ninguno habló. Solo se oía el crujido de la madera y el soplo del viento entre las velas. Luego Eron rompió el silencio con un suspiro contenido.

—Me dijiste aquella noche… que tú también fuiste encontrada. —La miró de reojo—. ¿Lo recuerdas?

Luna asintió lentamente.

—Sí —dijo—. Pero no fue en una ciudad destruida como la tuya. Fue en el desierto. Aridia. Un mar de arena donde ni la memoria sobrevive.

Bajó la mirada hacia el vaivén del agua, como si pudiera ver entre las olas aquel día que le cambió la vida.

—No sé cuánto tiempo estuve caminando. Estaba herida, sola… sangraba de la cabeza, tenía fiebre. No recordaba nada. Ni mi nombre. Ni de dónde venía. Ni siquiera por qué estaba viva. Solo caminaba. Hasta que un día... simplemente me desplomé como un costal. Como si el mundo me hubiera dado permiso para desaparecer.

Eron tragó saliva. No dijo nada. Solo la escuchó.

—Una comitiva de Gadiris cruzaba esa región. Iban escoltando cargamentos, buscadores de agua y un emisario de la reina. Se llamaba Karun Delian, o algo así. Me encontraron al borde de la muerte. Tenía los labios partidos, las uñas rotas de tanto cavar en la arena. Deliraba. Dijeron que hablaba en sueños, cosas que no entendían.

—¿Y te llevaron con ellos? —murmuró Eron.

—No sabían quién era. Pero mi piel... —Luna estiró una mano pálida frente a la luz, como si aún le sorprendiera—. Dijeron que jamás habían visto a nadie así. Una piel que no parecía de sol ni de sombra. Algunos creyeron que era un presagio, una señal de los dioses. Otros solo sintieron lástima. Pero Karun insistió en llevarme ante la reina Isabel.

Eron la miraba como si ella fuese un relato perdido.

—¿Y qué dijo la reina?

—Me miró en silencio. No me preguntó nada. Solo dijo: el cielo ha enviado un cuerpo sin historia, para que en él se escriba algo nuevo. Y desde entonces viví en el palacio. Rodeada de sabios, consejeros, emisarios. Sin título, sin linaje... pero protegida. Como si esperaran que un día, mi historia... empezara a hablar por sí sola.

Eron se quedó un momento en silencio, pero sus ojos no dejaban de posarse, una y otra vez, en el rincón donde Luna solía mantener el bastón, cuidadosamente envuelto y atado a la baranda con sogas y telas húmedas. El mismo que había rodado en medio de la tormenta, revelando lo que ella no había querido mostrar.

—¿Eso… sigue brillando por dentro? —preguntó por fin, en voz baja—. A veces me da la impresión de que respira.

Luna giró apenas el rostro. No se sorprendió por la pregunta. Tarde o temprano vendría.

—No sé si respira —dijo, acariciando su taza ya fría—. Pero me llama. Como si supiera mi nombre antes de que yo misma lo recordara.

Eron frunció el ceño, curioso y precavido.

—¿Dónde lo encontraste?

Luna dudó un momento. No porque no quisiera contarle, sino porque aún no encontraba del todo las palabras.

—Fue en el palacio de Gadiris. Cerca del ala este, donde están los patios de mármol y los salones de oración. Esa parte del palacio casi nadie la visita, aunque en algunas estaciones llegan emisarios con ofrendas o para recitar alguna plegaria en el lugar. Una mañana... sentí algo. No era una voz. Era como un eco que no venía de fuera, sino de adentro. Como un pensamiento que no era mío.

Eron escuchaba con atención, con el ceño levemente fruncido, como si temiera perderse una sílaba.

—Seguí ese pulso hasta una sala en honor a Santa Elvira. —Su tono se volvió más suave, como si evocara un lugar sagrado—. Había mosaicos con formas de olas entrelazadas, lámparas de cobre con grabados de peces, y una fuente de piedra azul que aún cantaba con el agua. En las paredes colgaban paños bordados con versos antiguos... no entendí todos, pero hablaban del mar como si fuera un dios paciente. Un guardián de secretos.

Se quedó en silencio un segundo. Luego continuó:

—Detrás de la fuente, una losa del suelo vibraba distinto. Era apenas una grieta. Pero cuando me acerqué, sentí que el aire se detenía. Toqué la piedra… y se soltó como si hubiera estado esperando. Debajo, envuelto en lino seco y polvo de siglos, estaba el báculo. Cuando lo toqué... brilló. No con fuego ni con calor. Sino con la cálida luz del recibimiento al final de una larga espera.

Eron tragó saliva.

—¿Y nadie más lo sabía?

—No. No había sellos, ni candados, ni guardias. Solo espera. Como si hubiera estado ahí desde siempre, pero solo yo pudiera verlo.

—¿Y qué hace? —preguntó Eron, con la voz un poco más suave, como si temiera que la respuesta cambiara algo entre ellos.



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En el texto hay: aventura, epico, elegidos

Editado: 23.11.2025

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