El Destino de la Estrella

Capítulo XIV: Peligrosa herejía

Cientos de habitantes se alinearon en las calles, acallados, temblorosos ante la visión de las columnas negras avanzando sin prisa.

Los inquisidores marchaban al ritmo de sus propios pasos, un eco sordo que resonaba entre las piedras. Sus capas largas arrastraban el polvo de la guerra. Sus máscaras —altas, afiladas, sin bocas ni ojos— parecían vacías… como si fueran portadores de una justicia ciega y sorda.

Los nobles que no habían caído en batalla bajaron la cabeza al paso del estandarte de Svet: un círculo solar partido por la mitad. Los comerciantes cerraron las puertas de sus tiendas. Las madres retiraron a los niños de las ventanas.

Kaerthyn había sido tomada por la fuerza, sí… Pero ahora sentía la opresión de algo más pesado que un ejército: El peso del juicio.

Muchos temían —y no sin razón— que el Tribunal extendiera su mano también sobre los ciudadanos. Porque cuando Svet llegaba, la diferencia entre culpable y sospechoso era cuestión de un susurro… o de silencio.

Los inquisidores se instalaron en el castillo y las mazmorras se convirtieron en cámaras del tormento. Allí, sin ceremonia alguna, comenzaron los interrogatorios. Y con ellos, la lenta danza del dolor.

Los instrumentos de la Orden no eran simples aparatos de tortura; eran símbolos del poder del Decreto sobre la carne y el alma:

  • Las Argollas del Juicio: Grilletes de hierro, bañados en plata y sal, grabados con runas solares. Al cerrarse sobre muñecas o tobillos, sus marcas ardían como brasas vivas, calando hasta el hueso con un fuego que solo se apagaba cuando la piel se ennegrecía.
  • Los Tenedores de Suplicio: Dos ganchos metálicos atados al cuello y al pecho del prisionero, unidos por una barra corta. Con cada movimiento —incluso la respiración— las puntas se hincaban más, impidiendo hablar o moverse sin sentir la punzada cortante en garganta y esternón.
  • La Diadema de las Mil Voces: Un aro de hierro ajustado al cráneo, adornado con filamentos de plata trenzada que se incrustaban poco a poco en el cuero cabelludo. Cada filamento era afinado para vibrar al sonido de la voz humana, provocando un zumbido penetrante en la cabeza… hasta que el condenado suplicaba por silencio o locura.
  • Las Garras de Contricción: Una trampa de cuatro cuchillas curvas unidas a un aro para las manos. Al cerrarse, desgarraban la piel de las palmas y se hundían bajo las uñas. La sangre brotaba al ritmo de cada temblor, sin llegar nunca a causar la muerte… pero sí la desesperación.

Y al final, las Salas de la Penumbra. Donde no había luz, ni sonido, ni sentido del tiempo.
Allí, incluso los inocentes aprendían a gritar… y los culpables, a confesar.

En las noches que siguieron, la ciudad amurallada de Kaerthyn se llenó de un canto macabro: El eco de gritos, algunos, largos y agonizantes. Otros, rotos y apenas audibles. Y algunos, solo sollozos al borde de la rendición.

Los habitantes decían que las piedras mismas de la fortaleza temblaban. Que Kaerthyn lloraba. Pero el Alto Tribunal de Svet jamás llora. Escuchan y arrancan verdades con métodos bárbaros pero efectivos que habían pulido por décadas.

Pasaron algunos días. Días de gritos ahogados tras muros de piedra. Días en que el Alto Tribunal de Svet desolló la verdad con dolor, arrancándola de las gargantas desgarradas de los magos de la corte.

Y entonces, como sangre rezumando por una herida, la información emergió. Un hallazgo… demasiado grande para permanecer en las sombras.

Esa mañana, a la primera luz del alba, las campanas del tribunal repicaron con un tono grave. Una señal reservada solo para un mensaje urgente: Los inquisidores habían encontrado algo que requería la atención inmediata de los líderes del Decreto.

Natalia llegó al castillo sin ceremonia. Su capa negra ondeaba tras ella mientras descendía las escalinatas de piedra, flanqueada por dos escoltas de la Orden. A cada paso, el silencio se hacía más denso, como si las paredes mismas contuvieran la respiración.

La condujeron a las profundidades, al viejo Bastión de la Hondonada, un bastión subterráneo que antaño sirviera como almacén de armas y que, bajo el dominio de Svet, se había transformado en cámara de interrogatorios.

Allí la esperaban Mikhail y Silarion Veresk.

Mikhail, el Gran Inquisidor, vestía su armadura negra con las marcas solares talladas en plata. No portaba casco, dejando al descubierto su rostro austero: piel dura como cuero curtido, ojos grises como el acero bajo tormenta.

Su expresión no cambió al verla llegar.

Junto a él, Silarion parecía un espectro entre las sombras. De figura alta y vestimenta sencilla, el Archivista Solar llevaba un manto gris oscuro sin insignias, salvo un único broche dorado con la sigilosa runa del Palacio de Veritas.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Natalia sin rodeos.

Mikhail fue directo:

—Los magos no solo intentaban contactar al Umbra Collective. Lo lograron.

Natalia clavó la mirada en él. No parpadeó.

—Y lo que es peor —añadió Silarion, su voz baja, casi susurrante—, lograron más que contacto. Atrajeron a una de sus criaturas… y la mantuvieron aquí.

Un silencio denso cayó sobre la sala.



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En el texto hay: aventura, epico, elegidos

Editado: 23.11.2025

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