El Destino de la Estrella

Epístola sobre el Fulgor de la Soberbia

Del Sumo Custodio Mikhail
Servidor del Dios de la Luz Justa, a los guardianes de la Última Vigilia

Para ser leída en los Días de Reflexión, cuando la soberbia invada el corazón de los hombres.

En los días de penumbra, cuando los pilares del cielo aún susurraban a los hombres y los dioses aún caminaban sobre la bruma de los montes, habitó en el mundo un sabio de corazón recto y manos diligentes. Su nombre era Nahoriel, y aunque los pueblos lo llamaban por muchos nombres, todos coincidían en que era justo ante los ojos de la Luz.

Nahoriel no tomaba esposa, ni bebía vino, ni dormía bajo techo. Pasaba los días ofreciendo humo de resinas sagradas, sangre de corderos limpios y cantos olvidados, para que los dioses de los cielos le mostraran los secretos que yacen entre las costuras del mundo.

Y así fue, que tras siete ciclos de sacrificio, descendieron dos ángeles: uno de plumaje blanco como la cal de los sepulcros, con ojos brillantes como carbones encendidos; el otro, cubierto de plumas negras como noche sin luna, con mirada quieta como el abismo.

Uno hablaba en relámpagos, y su voz ordenaba los nombres del mundo. El otro respondía en zumbidos y pulsos, como si el aire vibrara con mensajes ocultos.

Y cuando hablaron al unísono, su voz fue una sola: infinita, indivisible, verdadera. Los ángeles le dieron una orden a Nahoriel:

—Edifica un altar circular de metal y piedra blanca, en la tierra del Norte, donde las colinas dan sombra a los robles, y llama a siete justos como tú. Y cuando el altar cante con susurros de oro, vendrá a ti la diosa del Conocimiento.

Y Nahoriel obedeció.

Reunió a siete sabios de las tierras de los vientos, los climas y las simetrías. Y cuando el altar fue concluido —como una corona enterrada en la carne del mundo—, los ocho recitaron los versos antiguos, vertieron aceites y humo, y cantaron el Nombre Perdido.

Entonces vino el Fulcro de la Sabiduría. Una luz descendió del cielo en espiral, atravesando las nubes como una espada viva, y se posó sobre el altar. Los sabios cayeron de rodillas, sus ojos lloraban sin comprender, y el aire mismo vibraba con respuestas que sus lenguas no podían pronunciar.

Pero el dios de la Soberbia, a quien los antiguos llamaban Zaël-On, lo observó desde su trono de espejos rotos más allá de la bruma, y su orgullo ardió como un sol enfermo.

—¿Por qué compartirías la gloria con otros? —susurró al corazón de Nahoriel mientras dormía—. ¿Acaso no fuiste tú quien construyó el altar? ¿No fueron tus manos las que lo forjaron, tus oraciones las que conmovieron al cielo?

Le habló de reinos donde él solo sería señor. Le ofreció la visión de un saber que no se fragmenta, que no se reparte.

Y le dio nuevas instrucciones. Que repitiera el ritual, no con siete, sino solo, para que así la sabiduría descendiera solo sobre él, y su nombre quedara grabado entre los eternos.

Nahoriel obedeció. Y en su soledad, cantó al cielo palabras torcidas como raíces enfermas. Encendió el altar con fuego que no era suyo, e invocó no al conocimiento… sino al juicio.

Y cuando el altar fue encendido por segunda vez, no vino la diosa. Vino la lanza del juicio.

Un rayo de luz —ardiente como mil soles— descendió con furia y atravesó la tierra, dividiéndola desde el horizonte del oriente hasta el pozo del occidente.
Y el cielo se partió como un pergamino antiguo.
Y la tierra se abrió en llanto, tragando la razón de los hombres.

El altar fue tragado por la tierra y sellado con fuego y hielo.
Y los cielos, en su cólera, soltaron los heraldos de la Muerte, para caminar entre los hombres, recordándoles que el conocimiento robado es el primer pecado.

Por eso enseñamos:
No toda sabiduría es bendita.
No toda luz viene del cielo.

Y por eso esperamos que el Dios de la Luz Justa vuelva con fuego purificador, para cerrar la herida que nos dividió, y llevar de nuevo a los justos a la verdad sin sombra.



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En el texto hay: aventura, epico, elegidos

Editado: 23.11.2025

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