El alba los encontró en las afueras de Nostren, una aldea polvorienta donde el camino era poco más que una fisura entre las colinas. La posada donde habían pasado la noche —una casa de techos bajos y paredes encaladas— despedía el aroma a pan agrio y leña húmeda.
Luna ajustaba el manto sobre sus hombros mientras Varek preparaba al caballo… o al menos, eso intentaba.
El animal de lomo huesudo y mirada eternamente resignada, resoplaba cada vez que Varek se acercaba con la correa. Había algo en la relación entre ambos que parecía arrancado de una fábula.
—No me mires así, saco de huesos —gruñó Varek, tirando suavemente de las riendas—.
“Relámpago”... No fue mi culpa que el idiota del establo te vendiera como “rápido y resistente”.
El caballo resopló de nuevo, sacudiendo la cabeza como si negara con exasperación.
—¿Rápido? —musitó Luna, subiendo a la silla con un gesto ágil—. ¿Este? Apenas trota sin quejarse…
—¡Ja! —Varek la miró de reojo—. Eso fue antes de que le pusieras las manos encima.
Desde que lo tocaste, va como si le hubieras dado vino de fuego.
Luna le dedicó una sonrisa leve. Había posado sus manos sobre el flanco del animal el día anterior, cerrando las pequeñas heridas y reanimando sus músculos agotados.
Un simple toque de su don y parecía que el caballo —al menos por un tiempo— había recordado lo que era ser un corcel de guerra.
Varek chasqueó la lengua mientras sujetaba las riendas.
—Aun así… sigue siendo un tramposo. Me miró raro desde que lo compré.
—¿El caballo?
—El mismísimo. Me timaron… y él fue cómplice.
Luna soltó una breve risa.
El sol asomaba apenas por las lomas cuando emprendieron la marcha. Luna montaba al frente, su figura erguida bajo el manto, mientras Varek caminaba a un lado, las riendas en mano.
Aquel sería un viaje largo.
Un día entero de caminos serpenteantes, de aldeas de paso y de un horizonte que lentamente les iría revelando la joya de Methisarys.
El sol del mediodía caía sin piedad, cuando se detuvieron en un cruce de caminos donde la ruta se abría en varias direcciones.
Un pequeño mercado improvisado ofrecía agua, pan, frutas secas y quesos duros a los viajeros. El bullicio era escaso, pero constante. Mercaderes, campesinos, soldados. Todos con la vista clavada en el sendero que llevaba al corazón del reino.
Mientras Varek ataba al caballo a un poste, Luna se sentó al borde de un carro para compartir un poco de pan caliente.
Entonces lo escucharon.
—¡Atención, caminantes! —la voz de un pregonero retumbaba entre los puestos—.
¡El Festival del Séptimo Ciclo será celebrado en la capital dentro de tres días!
¡La ciudad abre sus puertas a todos los pueblos de la alianza!
¡Mercaderes, artistas, sabios y emisarios de tierras lejanas serán bienvenidos!
El hombre ondeaba un pendón blanco con un símbolo dorado: el sello de Methisarys representado por el Árbol del Saber. Su voz se alzaba por encima de las conversaciones.
—¡Vengan a contemplar las luminarias del saber! ¡A presenciar la Marcha de los Portadores de Luz! ¡A beber y festejar hasta el amanecer! —gritaba el pregonero, mientras su voz se perdía entre el murmullo del mercado.
Luna siguió con la mirada al hombre hasta que dobló una esquina.
—¿La Marcha de los Portadores de Luz? —preguntó al fin, girándose hacia Varek—. ¿Qué es eso?
Varek tomó un sorbo de agua y se apoyó contra la rueda del carro.
—Una tradición antigua. Durante el festival, se hacen representaciones por toda la ciudad y los poblados del reino. Obras de teatro, desfiles, danzas. Rememoran la historia de los elegidos que, hace siglos, marcharon hacia la Grieta para sellarla. Portaban armas forjadas en poder antiguo y fueron los primeros en luchar en la gran batalla contra las sombras cuando el mundo estaba al borde del abismo.
Luna ladeó la cabeza, cruzando los brazos.
—¿Y ahora los veneran como si fueran dioses? —preguntó, con una mezcla de escepticismo y sorpresa.
Varek soltó una breve risa, casi sin humor.
—No a todos. Pero Methisarys sí venera a uno de ellos… Aitherion. Dicen que era nativo de la ciudad, un guerrero que alzó su espada contra las sombras cuando nadie más se atrevió. Un sabio y un soldado, a partes iguales. Algunos dicen que fue el primero en entender que las sombras no se podían sellar solo con fe o rezos.
Se encogió de hombros.
—Su estatua está en la Plaza de las Mil Luces, y en lo alto de las montañas al sur de la ciudad hay un altar en su honor. Cada año, peregrinos suben a orar allí. Aunque si me preguntas, la mayoría solo va por las vistas.
Luna asintió despacio, el escepticismo cediendo a la curiosidad.
—Un guerrero convertido en leyenda… y casi en santo.
Varek sonrió de lado.
—Así es Methisarys. Un poco de historia y un poco de mito.
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Editado: 23.11.2025