El Destino de la Estrella

Capítulo XVI: Amistad en tiempos de plaga

Era el año 398 de la Era del Alba Sellada. El calendario marcaba un ciclo de estabilidad inusual en las costas del Mar de Lyor y del Adriantys. Por primera vez en siglos, los reinos del Este y del Oeste compartían más que rutas comerciales; compartían esperanzas.

Los Tratados de Libre Comercio de Liraeth, firmados apenas un año antes en la ciudad de Calvareth, habían abierto las rutas marítimas del Adriantys al tránsito sin restricciones hacia las tierras del Lyor. Las arcas de Methisarys, Monthelor, Elirya y Calvareth celebraban el nuevo flujo de mercancías, y por un breve instante, las banderas de las casas mercantes flameaban en sintonía sobre las aguas.

Pero la prosperidad rara vez viaja sola.

Fue primero un rumor en las tabernas costeras: fiebres oscuras, manchas en la piel, desvanecimientos súbitos. Luego llegaron las noticias desde los puertos menores del Golfo de Calvareth: decenas de marineros postrados, comerciantes con la mirada extraviada y cuerpos sin vida arrojados a las aguas del puerto para evitar el contagio.

Los síntomas siempre eran los mismos. Una fiebre que devoraba las fuerzas sin aviso, seguida de hematomas extraños que brotaban como manchas de tinta bajo la piel. En algunos casos, los enfermos deliraban, y su carne se tornaba fría antes de ceder al agotamiento y la muerte.

Los sanadores locales hablaron primero de un brote súbito. Otros, de un castigo de los dioses. Pero el murmullo que calaba más hondo entre las ciudades costeras fue uno solo: La Plaga venía del Este. De los barcos que cruzaban desde Methisarys y Monthelor.

El miedo, rápido y despiadado como la peste misma, viajó de boca en boca antes que cualquier emisario oficial. En los mercados, las gentes comenzaron a mirar con desconfianza a los marineros del Este; en los consejos, los nobles y regentes debatían ya la imposición de cuarentenas estrictas en sus puertos, incluso si eso significaba quebrar los tratados recién nacidos.

El temor de una pandemia y la sombra del aislamiento se extendían como un velo gris sobre las alianzas forjadas con tanto esfuerzo.

Eran otros tiempos. Las sombras existían, sí, pero eran poco más que susurros en las historias de frontera. Algunos reportes hablaban de criaturas oscuras avistadas en los bosques del norte, o aldeas enteras despobladas en las tierras brumosas del este del continente. Pero para la mayoría, las sombras seguían siendo un cuento para amedrentar niños.

Los reinos confiaban en sus ejércitos, en sus tratados y en la paz inestable que sostenía al mundo civilizado. El temor verdadero, al menos entonces, no venía de criaturas surgidas de la Grieta, sino de aquello que el hombre mismo era capaz de urdir.

Ante la amenaza de la plaga y las crecientes sospechas, Monthelor y Methisarys actuaron con presteza. Ambos reinos enviaron sus comitivas hacia las costas del Lyor, con la intención de hallar respuestas antes de que el miedo cortara las rutas marítimas.

Monthelor despachó a algunos de sus mejores sanadores y boticarios, acompañados por diplomáticos acostumbrados a apagar incendios políticos. Methisarys, fiel a su naturaleza, envió no solo sabios y estudiosos, sino también a uno de sus guardianes más prometedores: Una joven a la que se le había concedido —con apenas dieciséis años— el título de Guardiana del Conocimiento y Vidente Oficial de Methisarys.

Su nombre era Astrid, y aunque su figura no imponía, su reputación cruzaba fronteras. Hija de ninguna noble casa, protegida solo por su don, se decía que podía leer los hilos de lo posible como quien descifra un mapa antiguo.

Por su parte, Elirya y Calvareth, conscientes de la gravedad de la situación y del delicado equilibrio político, designaron también sus propios enviados. Entre ellos, se destacaba una figura joven que, sin pertenecer a corte alguna, se había ganado el respeto de príncipes y regentes por igual: Una sanadora criada en las costas del sur de Elirya, cuya habilidad para curar heridas y aliviar males parecía rozar lo milagroso.

Su nombre era Luna, y aunque algunos la llamaban “prodigio”, otros ya susurraban que era la sanadora más poderosa del continente.

El Gran Salón del Palacio de Gadiris ardía pero no por el fuego. El amplio lugar, acostumbrado a las recepciones solemnes y los banquetes diplomáticos, se había convertido en un hervidero de reproches y voces alzadas.

Los representantes de Methisarys, Monthelor, Elirya y Calvareth estaban presentes, cada uno escoltado por sus consejeros, emisarios y burócratas de mirada afilada. Los tapices bordados con escenas de paz y comercio parecían burlarse de las palabras que cruzaban el aire.

—¡La plaga vino con sus barcos! —acusó un noble de Monthelor, golpeando la mesa de roble—. ¡Cada navío que toca puerto en Calvareth o Elirya deja tras de sí cadáveres!

—¿Y qué proponen? ¿Cerrar los mares? —replicó un enviado de Calvareth, con desdén—. ¡Eso arruinaría el comercio y vaciaría las arcas de todos!

—¿Prefiere ver los cementerios llenos? —saltó un consejero de Elirya.

—¡El tratado está en juego! —vociferó otro, desde la delegación de Methisarys.

Los reproches se apilaban uno sobre otro como ladrillos de un muro al borde del derrumbe. Se hablaba de cuarentenas, de impuestos sanitarios, de prohibiciones… Pero en el fondo, cada palabra apestaba a miedo y dinero.



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En el texto hay: aventura, epico, elegidos

Editado: 23.11.2025

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