El Destino de la Estrella

Capítulo XVII: El Manto Gris

Parte 1: Un plan macabro

La sala era un mausoleo sin emblemas. Ni banderas. Ni escudos. Solo piedra desnuda, largas sombras y el chisporroteo lánguido de unas cuantas velas.

Allí, en el corazón de una mansión olvidada al norte de Hesperia, se congregaron las cabezas de las casas de comercio y transporte, los amos invisibles de los caminos, los puertos y las rutas mercantiles del continente.

—¡El tratado está matando nuestros dominios! —vociferó un hombre de rostro ancho, la voz hendida por la rabia—. ¡Los barcos cruzan libremente sin pagar tasas, sin usar nuestras postas ni nuestras rutas! ¡Hemos invertido generaciones en esas rutas!

—¡Los reyes pactan con Methisarys y Monthelor mientras nuestros ingresos se evaporan! —apuntó una mujer vestida de terciopelo oscuro—. ¡¿Y qué proponen? ¿Mirar cómo se llevan nuestras riquezas?!

Los murmullos subieron como espuma en agua hirviendo. Propuestas se cruzaban: sobornos a consejeros reales, comprar favores en las cortes, infiltrar espías, sembrar revueltas en las ciudades costeras.

Hasta que la voz doble se alzó desde las sombras.

—Ninguna de sus ideas romperá el tratado —dijo Varekian Lurath, el mayor de los gemelos, con tono suave, casi educado.

—Ni las monedas ni los cuchillos lograrán lo que logra el miedo —agregó Sionis Lurath, su reflejo exacto, apenas un susurro.

El salón se sumió en un silencio abrupto. Las miradas se posaron en ellos.

—El miedo, señores, es la daga que desgarra tratados —continuó Varekian—. El miedo puede cerrar puertos, clausurar rutas, encerrar a los reyes en sus tronos y hacerlos cancelar acuerdos sin derramar sangre.

—Haremos que teman una plaga —concluyó Sionis.

La idea flotó, venenosa. Un murmullo recorrió la sala como un estremecimiento.

—Una enfermedad que se propague solo donde conviene.
—Una amenaza lo bastante real para sembrar cuarentenas y bloquear los mares.
—Y mientras tanto —susurró Varekian—, nosotros ofreceremos las rutas seguras por tierra.
—Al precio que dictemos —remató su hermano.

El silencio que siguió no fue de aceptación inmediata. Un hombre de barba rala, mercante mayor de las casas del norte, carraspeó con desdén:

—¿Y cómo demonios controlarán una plaga? Las enfermedades no obedecen órdenes ni caminan por rutas marcadas.

—¿Y si la enfermedad se sale de control? —intervino otra voz, una mujer de rostro enjuto y ojos afilados—. Si arrasa nuestras ciudades, seremos nosotros quienes caigamos antes que el tratado.

—¿Y si descubren que la plaga fue sembrada? —terció un capitán de flotas—. ¿Qué impediría a los reinos unir fuerzas para aplastarnos?

Los gemelos Lurath no parecieron inmutarse. Sionis fue el primero en responder, con la suavidad de un cuchillo deslizándose en seda:

—La clave no es la plaga, sino la percepción. El miedo viaja más rápido que cualquier peste. Bastará con algunos focos, rumores en las tabernas correctas, médicos pagados para sembrar sospechas, comerciantes asustados soltando historias de muertes y contagios.

Un murmullo recorrió la mesa, pero una voz, más grave y áspera, se alzó entre las demás:

—¿Propagar una plaga? —el patriarca de la Casa Valthren negó con la cabeza, su tono cargado de incredulidad—. Eso es lo más descabellado que he escuchado. Las enfermedades no se controlan. Se desatan y luego consumen a todos.

Los gemelos no se inmutaron. Varekian soltó una risa suave, apenas un suspiro. Sionis se llevó una mano al interior del jubón y extrajo con lentitud un pequeño vial de cristal transparente. Dentro, un líquido ambarino se deslizaba como aceite espeso al moverlo.

—¿Y si… —comenzó Sionis, dejando que la voz cayera como una trampa— no fuera una enfermedad? ¿Y si pudiéramos imitarla?

Las miradas se clavaron en el frasco. Varekian completó la jugada con un susurro gélido:

—Esto es Larmeth.

Un silencio afilado como cuchillos llenó la estancia.

—Una toxina natural —continuó Sionis— extraída del hongo sirial. Crece en cavernas húmedas al norte de la península. En su forma más pura, es letal en grandes dosis. Pero en cantidades diminutas, diluidas en agua, provoca fiebres, erupciones, fatiga muscular y, finalmente, colapso orgánico.

—Los síntomas —añadió Varekian— coinciden con los de cualquier enfermedad infecciosa. Y lo mejor de todo: es indetectable para los sanadores comunes.

—El veneno perfecto —murmuró uno de los asistentes, no sin cierto temor.

Sionis giró el vial entre sus dedos, la sustancia brillando bajo las antorchas.

—Lo suficiente para causar estragos si se distribuye lentamente en los suministros de agua. Lo justo para sembrar el miedo.
—Y cuando el miedo haga su trabajo —Varekian sonrió con crueldad— nos retiraremos. Dejarán de enfermar.
—El rumor, sin embargo —Sionis alzó el frasco como brindando— vivirá para siempre.

Un murmullo aprobatorio cruzó la sala. Pero no todos asentían. El anciano Drevian, cabeza de la Casa Althros, golpeó la mesa con un puño tembloroso:



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En el texto hay: aventura, epico, elegidos

Editado: 23.11.2025

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