La casa era una vieja hacienda de campo, abandonada hacía años y ocupada ahora por bandidos. Tenía dos plantas, muros de piedra y techos de madera con vigas al descubierto. En la planta baja, un vestíbulo amplio daba acceso a varias estancias laterales: una pequeña despensa, un salón en ruinas usado como almacén improvisado, y dos habitaciones convertidas en improvisadas celdas. En una de ellas, amarrados de pies y manos, permanecían los tres guardias que acompañaban a Astrid y Luna, aún inconscientes.
En la planta alta, al final de un estrecho pasillo de madera, Luna y Astrid habían sido encerradas en una habitación sin puertas. Porque no hacía falta.
Un gigante de piel curtida y botas reforzadas con placas metálicas vigilaba desde la sala central del piso superior, a varios metros de su puerta.
El hombre permanecía sentado en un taburete, jugando con una cuerda y tarareando una melodía sombría. Desde ahí, tenía la puerta a la vista, aunque estaba lo bastante lejos como para no oír sus susurros.
Frente a la puerta, en cambio, montaba guardia un segundo bandido: un hombre delgado, con cabello oscuro y una barba desprolija, apoyado contra el marco de la puerta, jugando con un cuchillo que hacía girar entre sus dedos.
Sus ojos vagaban entre la escalera cercana y el interior de la habitación, aunque parecía demasiado confiado, como si esperara cualquier intento de huida con arrogancia.
Los objetos personales, sus armas, sus catalejos, estaban en el piso inferior, en un cuarto junto al vestíbulo, bajo la vigilancia de otro de los bandidos. Era allí, donde también habían dejado las pertenencias de los guardias y algunas provisiones robadas del pueblo.
Los pasillos eran estrechos y las tablas del piso crujían bajo el peso de los pasos. Las ventanas, viejas y con rejas oxidadas, apenas dejaban pasar la luz de los relámpagos. Afuera, el campo abierto se extendía hacia la arboleda y la libertad.
El aire olía a humedad, cuero viejo y a la amenaza latente de hombres acostumbrados a doblegar a otros por la fuerza. Afuera llovía a cántaros, y el tamborileo constante sobre el tejado se entremezclaba con el estruendo lejano —a veces cercano— de los truenos, convirtiendo la noche en un murmullo ensordecedor. En medio de aquel caos sonoro, los pasos, los susurros, los forcejeos, incluso los gritos de auxilio, podían desvanecerse sin alcanzar más allá de las paredes de piedra.
En ese escenario, sin armas, vigiladas y con sus aliados atados y sin conocimiento en el piso inferior, las posibilidades no eran alentadoras.
Luna se dejó caer sobre la cama, hundiendo la cabeza entre las manos.
—¿Y ahora qué, Astrid? —susurró, la voz cargada de miedo y rabia contenida—. Nos van a vender o algo peor. Y todo porque a alguien le pareció divertido jugar a las espías.
Astrid, sentada en el borde de la mesa, cruzó las piernas y la miró con calma.
—¿Te sirve de algo pensar así ahora? —respondió sin brusquedad, pero con firmeza.
Luna alzó la mirada, sus ojos centelleando.
—¡No me vengas con frases sabias! ¡Nos tendieron una trampa y estamos atrapadas! Esto fue una pésima idea.
Astrid suspiró, inclinándose hacia ella.
—Quizá sí o quizá es la oportunidad de demostrar que somos algo más que "dos chicas atrapadas".
Luna la miró, aún respirando con fuerza.
—Somos dos chicas listas —añadió Astrid, con media sonrisa—. Y ahora necesitamos usar eso. Aquí. Ahora. Porque si entramos en pánico, entonces sí, estamos perdidas.
Luna parpadeó, tragando saliva.
—Sólo necesitamos observar —continuó Astrid en voz baja—. Analizar lo que nos rodea y encontrar la fisura en su plan. Siempre la hay.
Luna dejó escapar un largo suspiro y asintió, aunque aún apretaba las manos.
—De acuerdo, vamos a mirar, y pensar.
—Y a salir de aquí —cerró Astrid, inclinándose hacia ella con una mirada decidida—. Por nosotras mismas.
El silencio que siguió al acuerdo entre ambas fue casi reverencial, como si la habitación esperara sus próximos movimientos. Luna se incorporó y empezó a caminar lentamente, descalza, dejando que sus pies tocaran la madera vieja del suelo. A cada paso sentía el crujir suave de las tablas, algunas firmes, otras no tanto.
Se detuvo cerca de una de las paredes laterales. Su pie derecho sintió una vibración distinta bajo una tabla algo más ancha y desgastada que las otras. Se agachó y tanteó los bordes. Con un poco de esfuerzo, pudo deslizar los dedos por la ranura y levantarla. La madera se soltó casi sin resistencia, revelando el polvo acumulado debajo. Era pesada, sólida, el tipo de madera que podía romper una cabeza si se usaba bien.
—Podemos usar esto —murmuró, volteándose hacia Astrid con una chispa en los ojos.
Astrid se acercó, evaluando el improvisado garrote.
—No está mal para empezar —comentó, tomando la tabla para sentir su peso—. No tendremos mucho margen, el golpe debe ser certero.
Luna asintió, su respiración algo más calmada. Miraron alrededor, buscando algo más.
—Observa bien —dijo Astrid en voz baja—. Cada detalle. Todo puede ser una herramienta o un arma.
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Editado: 23.11.2025