—¿Has escuchado la historia de Aitherion? —preguntó Astrid, sin volverse aún.
Luna dejó la taza a medio camino entre sus labios y asintió con un profundo suspiro.
—Varek me contó lo esencial —dijo, apoyando con cuidado la taza en su plato—. Que fue un guerrero valiente que luchó contra las sombras con su espada. Que junto a él estuvo Santa Elvira. Que ambos formaron parte de un grupo legendario que enfrentó la oscuridad.
Astrid giró el rostro apenas, como si la alentara a continuar.
—Y bueno, el resto lo sé como todos lo saben. Según la sabiduría popular, él y sus guerreros sellaron la Grieta de las Sombras hace unos cuatrocientos años, sacrificando todo por la humanidad.
Entonces, casi con timidez, Luna buscó algo bajo la tela de su túnica. Sacó un pequeño objeto colgado de un hilo de cuero: una chapa metálica, redonda, con la silueta grabada de Aitherion de perfil, espada alzada, rostro firme ante lo imposible.
—La compré ayer en las calles de la ciudad. No sé si es real o no, pero, la llevo conmigo. Quiero pensar que me dará suerte.
Astrid observó el colgante con una sonrisa suave y cierta melancolía en los ojos. No dijo nada de inmediato. Sólo se giró por completo hacia la estatua y alzó la vista hacia el rostro de piedra.
Algo en el aire cambió entonces. Como si los muros de la biblioteca contuvieran el aliento. Como si Aitherion mismo aguardara, silencioso, el verdadero motivo de aquella mañana.
Astrid acarició con los dedos el mármol frío de la estatua, como si buscara en la piedra alguna verdad olvidada por el tiempo. Su voz resonó con un dejo de solemnidad, como si hablara no sólo para Luna, sino también para los antiguos ecos que habitaban esas paredes de sabiduría.
—Aitherion fue un líder militar, sí. Un guerrero nacido aquí, en Methisarys. —Su voz era baja, casi un susurro que se alzaba como incienso entre los libros dormidos—. Todas las imágenes, las estatuas, los tapices del pueblo lo muestran con una espada en alto, cortando la oscuridad, trayendo la luz, sellando la Grieta de las Sombras.
Astrid hizo una pausa. Sus ojos se posaron con intensidad en la estatua, como si dudara si pronunciar o no lo que seguía. Luego giró apenas el rostro hacia Luna, y allí, en ese instante suspendido, dejó caer la verdad:
—Pero el arma de Aitherion… no fue una espada.
El silencio pareció expandirse desde esa frase. Incluso el aire se volvió más denso, como si el mundo mismo se inclinara para escuchar lo siguiente.
—La verdad es que Aitherion fue el anterior Portador del Espejo de Catharos.
Se volvió entonces completamente hacia Luna, y la joven sintió que cada palabra siguiente nacía de una profundidad más antigua que el tiempo.
—Nuestro héroe nació con un don especial que fue reconocido por el espejo: el don de Clarivia, la habilidad para ver más allá de lo evidente. Por eso lo escogió.
—Un día, el espejo le habló. No con palabras comunes, no con imágenes fáciles de entender, sino con visiones de una realidad que aún no existía. En esa visión, el espejo le mostró que debía reunir a un grupo de personas elegidas: seres únicos, tocados por fuerzas antiguas, cada uno portador de una reliquia diferente. Solo juntos —dijo Astrid, con énfasis— podrían sellar la Grieta de las Sombras.
Dio un paso hacia una de las mesas cercanas, donde un libro abierto mostraba antiguos grabados. Lo tocó sin mirar, como si las memorias estuvieran en su mente y no en el papel.
—Y así lo hizo. Aitherion partió del corazón de Methisarys y recorrió el mundo. Montañas, desiertos, islas ocultas entre nieblas. Encontró a los otros. Los reunió. Los guió. Juntos enfrentaron la última gran ofensiva de las Sombras. Y al final, sellaron la Grieta. Fue entonces cuando comenzó la Era del Alba Sellada, una era donde las sombras no caminaron más entre los hombres.
Sus ojos brillaban con un fuego silencioso, un respeto casi sagrado.
—El poder de Aitherion no estaba en su brazo ni en su acero. Estaba en su mente. En su sabiduría. En su capacidad de ver lo que otros no podían. Catharos fue su faro, y el que mostró el camino.
Luna tragó saliva con dificultad. Un cosquilleo le recorrió la nuca y los brazos. Su colgante de metal —esa pequeña reliquia que había comprado como quien se aferra a un símbolo sin comprenderlo— ahora parecía más pesado. Más real.
Miró a Astrid sin parpadear, la respiración contenida. Sentía que algo se abría ante ella, un portal invisible.
—¿Y qué pasó con el espejo? —preguntó por fin, casi en un murmullo.
Astrid se quedó un instante en silencio, como si sus pensamientos aún flotaran entre los pliegues de un recuerdo vivo. Luego, con la mirada fija en las páginas del libro abierto frente a ella, habló con una gravedad templada por la certeza:
—Hace unos meses, el espejo volvió a mostrarme visiones. —Su voz bajó de tono, como si no quisiera perturbar lo que estaba por contar—. Me mostró el pasado, el presente y muchos futuros posibles, danzando unos sobre otros como reflejos en el agua.
Sus dedos dejaron el libro. Cruzó la sala en dirección a un mueble de madera tallada, de donde extrajo un pequeño cajón cubierto de símbolos. Lo abrió con cuidado, como quien abre una herida sellada por siglos, y extrajo un objeto envuelto en lino claro.
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Editado: 23.11.2025