El Destino de la Estrella

Capítulo XXIII: Esclavo de la oscuridad

Las hojas crujían bajo la yema de sus dedos como si contuvieran un soplo de ceniza. Luna, sumida en las páginas de un códice, apenas respiraba. Los grabados mostraban estandartes rasgados, rostros sin nombre y criaturas de sombra que surgían desde un abismo descrito como "la herida del cielo". A su lado, una lámpara de luz líquida danzaba suavemente, proyectando sombras leves sobre los lomos de los libros apilados.

Unos pasos suaves rompían el murmullo del recinto. Al otro extremo de la sala, Astrid se desplazaba con agilidad entre los estantes altos, arrastrando suavemente la yema de los dedos por los lomos envejecidos de los libros. Había retirado ya tres volúmenes antiguos y los llevaba apilados contra el pecho, sus ojos escudriñaban cada etiqueta con urgencia contenida. Buscaba entre pergaminos y tratados olvidados alguna mención al Festival del Séptimo Ciclo, el evento ancestral que volvería a celebrarse tras años de silencio.

Fue entonces cuando habló, su voz resonaba con suavidad entre los pilares de mármol y madera:

—Fue una extraña casualidad encontrarte en la ciudad —dijo, sin apartar la vista del estante frente a ella—. Casi nunca bajo de la montaña. Vivo en una cabaña, escondida entre los árboles, en la montaña. Casi nadie sabe que estoy allí, y así lo prefiero.

Luna levantó la vista, y entre las sombras de su mirada se encendió una chispa de interés. Astrid continuó, bajando un poco la voz, como si temiera despertar a los espíritus de los textos dormidos.

—Vine solo por unos días. Quería consultar algunos libros sobre la celebración del Festival del Séptimo Ciclo. Este año me invitaron como huésped de honor al banquete de la noche de mañana. Así que partiremos hoy mismo hacia la montaña de Iryalis—pronunció el nombre con respeto—. Allí está el altar. Y también el Palacio de los Eruditos.

Luna asintió, dejando caer los dedos sobre una ilustración de Aitherion. No llevaba en sus manos una espada sino un espejo.

—Pensé que llegarías después del festival —murmuró Astrid, acercándose ya con un tomo en las manos, sus ojos fijos en Luna—. Temí que algo te hubiera pasado en el camino. Desde hace semanas se habla de espías. Sombras con ojos humanos, enviados por Natalia. Se mueven entre caravanas, templos, hasta en las plazas. Buscan algo... o a alguien.

Luna frunció el ceño, su mente volvía a las horas de vigilancia, a los rostros sin nombre que la observaron en silencio en más de un cruce de caminos.

—¿A quién buscan?

—A un anciano —dijo Astrid sin rodeos—. Un sabio que algunos llaman El Guardián de la Sabiduría. Creen que él sabe cosas que sucederán en el futuro y que puede convertirse en un lider militar como lo fue Aitherion. Pero no han podido descubrir quién es. Las autoridades de Methisarys y la gente del pueblo han sido muy discretos. No hay registros, no hay nombres, no hay rostros.

Luna alzó las cejas, entornando los ojos como si el aire acabara de volverse más denso. Luego, con voz queda, murmuró:

—El Guardián de la Sabiduría… o sea tú.

Astrid no respondió de inmediato. Sólo sonrió, bajando los ojos hacia el tomo que aún tenía entre las manos, como si su respuesta estuviera escrita allí desde mucho antes de que alguien la formulara.

—Hay cosas que es mejor preservar en el silencio hasta que el momento sea propicio —susurró—. Pero sí. A veces, para custodiar un legado, hay que disfrazarse de nada.

Luna la miró con una mezcla de asombro y ternura. A su lado, Astrid ya no parecía solo una joven sabia. Por un instante, el manto invisible del tiempo se deslizó y Luna pudo ver la niña que una vez fue.

—Cuando el Espejo me eligió —continuó Astrid, bajando la voz y entrelazando sus dedos sobre el regazo—, apenas tenía doce años. Todos pensaban que había sido un error. Que la reliquia se había confundido. Nunca antes había ocurrido. Me miraban con compasión, con lástima. “Demasiado inocente”, decían. “Demasiado frágil”. No sabían que lo único frágil en mí era la paciencia.

Soltó una risa baja, cargada de recuerdos.

—Pero con el tiempo, me aceptaron. Me entrenaron en las disciplinas antiguas: la meditación, el aprendizaje, la paciencia, la rectitud y, por sobre todo, el respeto a la verdad. No solo como concepto, sino como deber. Como destino. Así me convertí en la Guardiana de la Sabiduría. Aunque, a veces, ese título no es más que un símbolo. Los verdaderos guardianes del saber son los cuidadores del Templo de Mnemosyne. Ellos han custodiado el conocimiento durante siglos.

Luna asintió, con el corazón tibio de palabras y reverencias no dichas.

—Conocí a uno esta mañana —dijo—. Una anciana muy amable. Se llamaba Maelia.

Los ojos de Astrid se iluminaron como si acabara de mencionar a una vieja amiga.

—¿Maelia? ¡Es la mejor! —sonrió—. Su pan especiado podría rivalizar con las delicias de los festines reales. Dice que la receta le fue revelada en sueños por una diosa hambrienta... o por una paloma, depende del día que le preguntes.

Ambas rieron suavemente, como si entre libros y memorias se hubiera tejido un lazo nuevo, invisible pero fuerte.

Luna giró el tomo que tenía frente a sí y dejó que sus dedos acariciaran una página abierta. Su rostro, hasta hace unos segundos alegre, se oscureció con una sombra de duda.



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En el texto hay: aventura, epico, elegidos

Editado: 14.12.2025

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