El destino de la inocencia

El destino de la inocencia

EL DESTINO DE LA INOCENCIA


Por un pasillo de paredes blancas, manchadas aquí y allá por líneas negras horizontales que se asemejan a las marcas de frenada que dejan las ruedas de un coche en el asfalto, camina una mujer de talla generosa, rostro redondeado y jovial, canturreando una alegre melodía que surge dañínamente aguda de entre sus labios. Rondará los treinta años. Su cabello, rizado y recogido, es castaño, como sus ojos, que a pesar de ser grandes no esconden ningún rincón oscuro en el que puedan agazaparse los males que por lo general enturbian las almas. En una plaquita de plástico que lleva enganchada por un imperdible a su camisola de motivos floreados puede leerse su nombre: María. Hoy está contenta porque es domingo, y aunque el último día de la semana suele albergar momentos impredecibles, es también el día en el que vienen más visitas.
Su recorrido concluye en una sala amplia y bien iluminada, gracias esto último a unos grandes ventanales que dan a un amplio y cuidado jardín que se extiende hasta un estanque. En el interior, los ancianos de la residencia son agasajados por familiares que en algunos casos han hecho unos cuantos kilómetros para estar ahí. A la mujer que hemos seguido le encanta verles así, sonriendo mientras tratan de captar la atención de unos nietos que en algunos casos parecen incómodos o abrumados. «Dale un beso a la yaya», les azuza siempre uno de sus padres. Y los hay que cumplen con mejor o peor disposición.
Como hemos dicho, la trabajadora del centro observa la escena con satisfacción, los brazos cruzados sobre el pecho como si hubiese sido ella la que ha propiciado tal reencuentro. Así está cuando se le acerca una mujer más delgada, que aunque viste su mismo uniforme lo hace con diferente resultado, pues en su caso parece un disfraz mal escogido. Esta es de mediana edad, y su rostro, ajado, promueve entre quienes la ven la sensación de que se encuentran ante alguien de espíritu gris y carente de alegría.
—Con lo tranquilo que es siempre esto, menudo jaleo —protesta la recién llegada, como si el sonido que inunda la sala dejase unos rastros que ella deberá luego limpiar.
—¡Oh, venga! —replica la otra con mucho mejor ánimo—. No me digas que no es una imagen súper tierna.
La veterana deja ir un soplido.
—Cómo se nota que eres nueva, coño.
Pero ni el tono empleado por su compañera hace que la otra pierda la sonrisa.
—Y mira aquél —dice la segunda señalando a un lado de la sala en la que se encuentra un anciano delgado, de buen porte, cabello blanco bien peinado y ojos vivos, que desde su silla de ruedas observa la misma escena solo, sonriendo como lo hace un niño ante un árbol de Navidad—. Nunca tiene visitas, pero siempre insiste en quedarse ahí, mirando como un voyeur.
María, que había dirigido la vista en la dirección indicada, se gira hacia su compañera y le da una palmada en el hombro para reprenderla por su comentario.
—¡No digas eso, mujer! —la riñe, más con la mirada y la expresión de su cara que con el débil manotazo que le ha dado—. Pobre. Mírale, con lo a gusto y feliz que se le ve. ¿Y dices que nunca tiene visitas? Qué pasa, ¿no tiene familiares?
—¡Huy, sí! —responde la otra—. Tiene al menos un hijo y una nieta, pero no han vuelto por aquí desde que lo ingresaron. Ni en su cumpleaños han venido nunca.
Su compañera mira al anciano en cuestión haciendo un mohín con los labios, que más que desagrado, muestra tristeza.
—Tal vez vivan lejos —especula con benevolencia, encogiéndose de hombros—. No podemos juzgar circunstancias que no conocemos.
—Ya —espeta la otra con sarcasmo—. Pues yo creo que se libró del marrón, que es lo que han hecho la mayoría de los han venido hoy. Muchos cariñitos y muchos besos, pero la mierda que se la limpien otros.
María mira a su compañera de soslayo.
—Desde luego, eres la alegría de la huerta.
Y la veterana se encoge de hombros con indiferencia.
—Es lo que hay. Cuando me mires, piensa que soy tú dentro de unos años. —La otra pone los ojos en blanco ante tan funesta perspectiva—. Pero no todo es malo, no te vayas a pensar. Pagan cada mes —concluye, señalando con la barbilla a la gente que tienen delante—, y eso es lo único que importa.
María ya no sonríe con las ganas con la que lo hacía antes, pero no cabe duda de que su optimismo natural logrará diluir en breves instantes lo que el hastío de su compañera ha tratado de emponzoñar. El primer síntoma de esto es que de inmediato piensa que la intención ha sido buena, y que lo que Mercedes quería era enseñarle desde su experiencia, lo que no excluye que pueda estar equivocada. Sin que haya el más mínimo rastro de maldad en su pensamiento, María está bastante segura de que cuando empezó en este trabajo la ahora veterana auxiliar de geriatría ya veía el mundo a través de un cristal oscuro. Y así, con los cimientos de la reconstrucción de su siempre jovial ánimo de nuevo asentados, mira al anciano que parece tener la cada vez menos común capacidad de ilusionarse con la dicha de quienes le rodean. Y vuelve a sonreír.
Es el sonido de una estrepitosa tos estertórea, que a cada impulso va ganando más espacio en la estancia, lo que hace que María distraiga su mirada y pensamientos del anciano y acuda a atender a Joaquín, la involuntaria fuente de semejante escándalo.
—Venga, venga —dice la auxiliar mientras ante la incómoda mirada de los parientes le coloca la mascarilla de oxígeno y abre el paso del aire—. Ya verá como en un momento está para hacer una maratón.
Le sostiene la mascarilla y el anciano lucha por llenar los pulmones de aire. María se dirige entonces a los parientes de Joaquín, un matrimonio y un niño que rondará los ocho o diez años. No hace falta que dedique un solo segundo a tratar de recordar cuál de los dos adultos tiene un vínculo sanguíneo con el anciano: basta con mirarles para saber que es el padre de la mujer, pues son sus ojos los que reflejan un rastro de tristeza y angustia, mientras que la incomodidad y la paciencia son los rasgos que se asoman a los de su marido.
Entonces mira al pequeño, que si bien se ha mostrado alegre y juguetón cuando ha llegado, ahora da la impresión de haberse asustado por el repentino —y atronador— acceso de tos de su abuelo.
—¿Tú no tenías un hermano más mayor? —le pregunta, mostrando una amplia sonrisa.
Es la madre la que responde:
—Está de exámenes, por eso no ha podido venir. Está estudiando.
María asiente sonriendo, pero en el fondo sabe que eso era una excusa. Y al cruzar la mirada con la del anciano y ver su grisácea resignación, también es consciente de que ha metido la pata.
Poco a poco las visitas se van marchando, y el hombre que ha permanecido en todo momento ejerciendo de silencioso notario de cuanto acontecía mira a los que se van con añoranza, como si se tratara de parientes a los que se pregunta si volverá a ver.
—Vamos, Héctor, que es la hora de comer —le dice María, siempre con ese tono cargado de vigoroso entusiasmo, acercándose a él para llevarle a la mesa.
—¡Pues vamos! —responde él mostrando el mismo ánimo—. Aquí ya no hay nada que ver.
Acomete el anciano el impulso de levantarse con la ayuda del bastón que ha estado en todo momento reposando sobre sus muslos, pero María le dice que no se moleste, que ella empujará la silla de ruedas.
—Se lo ha pasado bien, ¿verdad? —le dice una vez han emprendido la marcha—. ¡Hasta le he visto jugar con el nieto de Joaquín! Pensaba que iban a salir juntos a corretear por ahí fuera.
El anciano ríe y hace un divertido comentario sobre su estado físico. Luego se esfuerza lo que puede por girarse a mirar a la auxiliar que empuja su silla de ruedas, y le dice que él también tiene una nieta. Se le nota orgulloso, pero María, escarmentada por el tropezón de antes, se limita a decir, con ese gracejo suyo, que espera que la niña tenga los ojos de su abuelo. El aludido ríe de buena gana ante el cumplido.
—¿Qué es eso tan gracioso? —pregunta con suspicacia Rosa María desde la mesa a la que ya se acercan los otros dos.
Es esa de ahí una mujer que, pese a su edad —dato que nunca ha sido revelado por ella ni por ninguno de los auxiliares, cosa que hizo prometer el día de su ingreso al director de la institución—, mantiene intacta la coquetería que debió tener en una adolescencia que se presume complicada para quienes la compartieron. Se maquilla cada día como para ir a un bautizo, y no es menor el cuidado que dedica a su cabello. Será porque parece haberle echado el ojo a Héctor, de quien opina que aparenta, como ella, al menos treinta años menos de los que tienen, que tampoco son tantos.
—Si no es nada malo —insiste con tono de reproche Rosa María buscando el consenso de los que la acompañan—, podremos enterarnos todos, ¿no?
—Estamos trazando planes para fugarnos juntos —bromea María mientras extiende una servilleta que fija a continuación al cuello de la camisa de Héctor por una de sus esquinas.
El comentario sacude a la anciana como una burla, pues con él la auxiliar parece restregarle su juventud por la cara.
—¿Y cómo viviréis? —pregunta interesado Asensi, un hombre de natural encorvado y sonrisa frecuente que hay sentado entre Rosa María y Héctor, que han ido a quedar frente a frente.
María, buscando algo que pueda hacer reír a los ancianos, tarda unos segundos en responder. Héctor es más rápido.
—Yo iniciaré una carrera como trapecista —afirma con seguridad, haciendo que el resto de comensales, a excepción de Rosa María, rían la ocurrencia.
—Pues yo me haré domadora de leones —se apunta la auxiliar de geriatría quedando un poco por detrás en su efecto.
Pero su comentario hace que tanto Asensi como Benancio, sentados uno frente al otro, intercambien una mirada de pillos: «¿Y quién te va a domar a ti, leona?», parecen decirse. Y es que las formas redondeadas y presumiblemente turgentes de María no han dejado de atraer las miradas libidinosas de los residentes desde que se incorporó a la plantilla, hace poco más de un mes. «Y ya verás tú cuando empiecen a ganar confianza —la previno en su tono habitual Mercedes—. ¡Que aquí los hay que tienen las manos muy largas!»
—Pues los secretos son una falta de consideración —proclama Rosa María, erre que erre con lo suyo.
Salvo en lo que a ese comentario se refiere, el ambiente en la mesa es bueno. Pero la comida, según vuelva a apreciar María, no lo es tanto. Algunas de las judías del hervido que conforma el primer plato amarillean, y otras están quemadas. No es la primera vez, ni la más grave de las cosas que a ese respecto ha visto desde que llegó. Una vez se lo comentó a Mercedes, y está, pendiente de que nadie las escuchase, la advirtió de que por ese camino había «muy poquito que ganar, y muy muchito que perder». Y ella lleva poco tiempo y necesita el dinero.
Por la tarde acuden más visitantes, y los ancianos que saben que sus familiares no vendrán, así como los que ya les han recibido por la mañana, se van a hacer la siesta. Solo Héctor, disfrutando al ver los reencuentros, vuelve a ocupar su discreto lugar a un lado de la estancia. Los allegados preguntan a sus ancianos si están bien, si hacen ejercicio, si les dan su medicación, y sobre todo, si la comida es buena. Mientras, los niños que poco a poco irán encontrando excusas para no tener que acompañar a sus padres a tan engorroso trámite miran al resto de residentes de soslayo y dan muestras de aburrimiento. Pero cuando alguno de los más pequeños cruza la mirada con Héctor, este le saca la lengua logrando, siempre, que el niño acabe sonriendo. Y así lo encuentra María, jugando, cuando al acabar su jornada va a despedirse de él hasta el día siguiente.
—Intentaré no morirme esta noche —bromea Héctor.
—¡Ay!, no diga esas cosas, hombre, que sabe que no me gustan.
—Es lo que tiene la muerte —insiste el otro con cierto encanto—, que es muy poco considerada.

El piso de María es pequeño, pero asequible con su sueldo. Tiene solo una habitación, pero a ella le gusta; dice que es acogedor. La sala de estar, que sirve de comedor, tiene un sofá cuyo largo abarca toda la extensión de una de sus paredes, y en la opuesta, sobre un mueble que se eleva apenas cincuenta centímetros del suelo, hay un televisor. En las paredes y en marcos repartidos aquí y allá pueden verse fotos en las que María sale acompañada de sus padres, amigos, y de Spuky, el collie que sus padres le regalaron cuando cumplió los diez años.
Deja las llaves en un cuenco que hay sobre un pequeño mueble en el recibidor y se dirige directamente a su habitación, donde antes de desnudarse coge de un armario los pantalones de un pijama rosa y una camiseta ancha. Aún con la ropa interior puesta, se mira en un espejo estrecho y alto que tiene de pie al lado del armario. Aunque suela decir que no le importa, la verdad es que no le gusta lo que ve en él: da igual lo que haga o cuanto se esfuerce, esa barriga no parece tener intención de abandonarla; tampoco la grasa que se ha fijado a los muslos torneados y firmes que espera poder sacar a la luz algún día. Tras un soplido de resignación, coge las prendas seleccionadas y se va al baño, donde se da una ducha. Es su momento preferido del día. Luego, con una toalla enrollada en la cabeza, se prepara un té y va a la sala de estar y coge el móvil y mira las redes sociales, por las que reparte con generosidad sus «me gusta». Algunas fotos y ocurrencias la hacen sonreír, y no son pocas de estas las que comenta.
Con el cabello ya seco, deja la toalla y se va a la cocina y se prepara una ensalada y una tortilla francesa que come ante el televisor, viendo las noticias. Pero no las acaba; ante lo deprimente de cuanto acontece en el mundo, pronto cambia de cadena, un canal tras otro, hasta que da con un concurso.
Con los platos vacíos sobre la mesa, se recuesta en el sillón y vuelve a cambiar de canal buscando algo que le llame la atención. Programas de subastas, de cotilleo e historia van pasando uno tras otro sin lograr convencerla. ¡Huy, no, los de crímenes no, que le dan miedo!
Por fin se detiene en uno en el que varios hombres hablan de fútbol. No es que le interese lo más mínimo lo que están discutiendo, pero de inmediato le ha llamado la atención uno de ellos. No le hace falta saber de fútbol para saber que es un ex jugador; le basta con verle los hombros, anchos, y la mandíbula bien marcada. Es atractivo. Cuarenta y pico años tendrá. María mira a su alrededor, como para asegurarse de que está sola, y coge el mando que tiene a su derecha y pulsa el botón que enmudece la discusión en la que se debate la importancia de tal o cual jugador. Luego se recuesta e introduce la mano derecha bajo el pantalón de pijama rosa mientras la izquierda, que a esas alturas ya siente como la del atractivo ex futbolista, acaricia la redondez de sus pechos. El más arduo trabajo queda para su mente, a la que le toca imaginar a ese hombre atlético interesándose sexualmente por ella.
Se despierta en mitad de la noche, casi en la misma postura en la que han culminado sus fantasías. Como suele pasar, el hombre que las ha provocado ya no está; se ha ido sin despedirse y ha sido sustituido en la pantalla por una velada de boxeo. Demasiado dormida siquiera como para bromear al respecto, María apaga el televisor y se dirige a la cama.

La cena, la medicación de cada uno y luego a dormir. En la silenciosa soledad de su habitación, y ya en la cama, Héctor mantiene en la memoria algunas de las reconfortantes imágenes que ha presenciado a lo largo del día. Pero poco a poco estas dan paso a otras en las que se ve a una niña. Su edad es similar a la que tenían muchos de los que han llenado de vida los rincones en los que se acumulan los años vividos. La niña, a la que puede ver con radiante claridad, es morena, con el pelo por los hombros y los ojos castaños. Lleva un vestido rojo con el cuello blanco, como la diadema con lazo que tiene la misión de que el pelo no se le alborote, o los calcetines que suben poco más allá del tobillo. Los zapatos son negros, de charol. Están en un jardín, pasando una soleada tarde. Porque él también está, junto con los padres de la niña y algunos vecinos. Lo pasan bien; la niña juega a mojarles a todos con una pistola de agua que llena en la piscina desmontable que han llenado hace pocos días. Poco tarda la madre en regañarla: «Venga, deja ya eso, que vas a ponernos a todos perdidos», le dice. Luego, como páginas de un libro que van pasando, lo que ve Héctor es un cumpleaños. Tal vez se trate del mismo día, porque la niña lleva el mismo vestido y la misma diadema, y nada hace pensar que se haya cambiado de calzado. En el pastel hay ocho velas. Los presentes rodean una mesa circular que la niña preside arrodillada sobre una silla para poder alcanzar a soplarlas. «Acuérdate de pedir un deseo», le recuerda la madre. «Pero no lo digas, o no se cumplirá», la previene otra persona. Necesita dos soplidos para que sus menudos pulmones logren su propósito; entonces todos cantan y le desean feliz cumpleaños. En la penumbra de su habitación, Héctor sonríe complacido. Pero las imágenes no cesan, y lo que ve a continuación es a la misma niña, años después, bailando en una discoteca. Lleva, pese a que ya es casi una mujer, el mismo vestido rojo de cuello blanco. También los calcetines y los zapatos de charol. Destaca entre el resto de gente, apenas figuras de rostros difuminados. En un momento dado se le acerca un chico, guapo y de sonrisa perfecta. Ella sonríe ruborizada ante lo que él le dice al oído, y baja la mirada de un modo muy coqueto. Héctor suspira. Lo siguiente que ve es una iglesia llena de gente. Hay lágrimas de emoción en las primeras filas, donde se encuentra Héctor sentado junto a la familia. La niña, convertida ya en una mujer, está de pie ante el altar acompañada por el chico que conoció aquella noche en la discoteca. El vestido es el mismo, pero en esta ocasión se complementa con un velo blanco que cubre la cara de la niña hasta que el chico, ya su marido, lo levanta en un gesto ceremonial y la besa.
Es lo último que ve Héctor antes de dormirse.
Se despierta unas horas después, sobresaltado, envuelto en sudor. Palpa en la oscuridad a su alrededor sin ser capaz de reconocer el lugar en el que se encuentra, y una fuerte sensación de angustia le sube por la garganta. Luego todo se centra. Se incorpora y estira el brazo para encender la luz de la mesita de noche que hay a su derecha. Respira con fuerza, se pasa la mano por la cabeza y maldice en silencio. A continuación retira las sábanas que le cubren, sabiendo de antemano lo que va a encontrar: el pijama mojado, marcando el epicentro de un redondel que se extiende por debajo de él. Y se lleva las manos a la cara y llora.

—Ayer se meó en la cama —anuncia Mercedes, de pie al lado de María, señalando a Héctor, al que apunta con la barbilla.              Ambas observan a los ancianos desde la entrada a la estancia.
Hace ya un rato que los residentes han desayunado, y ahora están haciendo unos suaves ejercicios de movilidad —sentados en unas sillas situadas en una formación circular se pasan de mano en mano una pelota— en la sala en la que el día anterior recibieron la visita de sus familiares.
—¡Ay, pobre! —se lamenta sin alzar la voz María—. Lo mal que lo debió pasar.
—Te diré. Se pudo cambiar el pijama, pero para las sábanas tuvo que avisar, y lo pasó fatal. Ya sabes cómo es esto…, de repente, te sientes un estorbo. Germán me ha dicho que se disculpó decenas de veces.
María niega con la cabeza y suspira.
—La vergüenza que pasan es lo peor. ¿Le ocurre mucho?
Mercedes responde que no, que tan solo le ha ocurrido en unas pocas ocasiones, y que por eso mismo no lleva pañales. Al menos, de momento.
—Es una pena a lo que se llega cuando te haces viejo —añade—. Y más él, que debió de ser un hombre atractivo. Aún tiene buena planta.
A su lado, María asiente con la cabeza mientras mantiene la vista puesta en el hombre del que hablan. Ahora entiende por qué lo ha encontrado cabizbajo cuando ha llegado. ¡Con lo feliz que se le veía ayer!
En ese mismo instante decide dedicar el resto de su turno a recuperarle el ánimo. Pero salvo unas pocas atenciones a primera hora, la exigencia del trabajo hará que sea poco lo que pueda estar por él.
Cuando por fin ha acabado las tareas que le han consumido toda la mañana lo encuentra en el salón, durmiendo la siesta, sentado en el sofá desde el que otros residentes siguen con atención una telenovela.
—Déjale —le dice Mercedes, que también está sentada sobre una silla, al percatarse del modo triste en que María mira al anciano—. Se ve que esta noche no ha dormido mucho.
No le ha gustado a María el tono poco considerado, rayando la burla, en el que su compañera ha hecho el comentario. ¡Joder, como si lo que le pasó al pobre hombre fuese culpa suya! Se lo recrimina con la mirada, pero la otra no parece muy afectada por ello.
Entonces escucha la voz de Héctor, y por un instante cree que ha despertado. «Adela, Adela, ven a jugar conmigo», dice el hombre que, como de inmediato se percata la auxiliar de geriatría, sigue dormido.
—Lleva un rato así —señala Mercedes sin darle importancia, más pendiente de lo que sucede en el televisor—. Al menos lo hace en voz baja.
Es su nieta —apunta Rosa María, sentada erguida al lado de Héctor en ademán protector, esgrimiendo un aire de sabionda.
Y Héctor vuelve a repetir la misma petición.
«Adela, ven a jugar conmigo».
Mercedes resopla su sarcasmo al ver la mirada, cargada de ternura, con la que María mira al anciano.
—Pobre —lamenta esta última—. La echa de menos.

—Y dime, ¿cómo te va con los viejos? ¿Es verdad que son todos unos salidos?
Lo pregunta Gema, una amiga con la que María ha quedado para tomar algo en una terraza, después del trabajo. Su cara es angulosa y delgada, como lo es toda ella —exceptuando la zona de los muslos, que van camino de asemejarse en volumen a los de María—, y destaca su nariz afilada. Su cabello es negro, liso, y lo lleva corto, poco más allá de las orejas. A su lado está Chema, su novio —GemaChema es el nombre de usuario que utilizan en las redes sociales que comparten, pues consideran que es sonoro y divertido—, un chico que, salvo por la nariz —de un tamaño normal en su caso— y el pelo —más recio y denso—, podría parecer hermano de su compañera.
En su respuesta a la pregunta de Gema, María trata en lo posible de desmontar el mito, pero le es imposible no acordarse del modo en que Rosa María la mira cada vez que se acerca a Héctor. Y bueno, estando entre amigos, lo comenta.
—¡Ja,ja,ja! —ríe Gema—. ¡Eres una rompecorazones!
—O una cazafortunas —se une Chema con impostada suspicacia.
La ocurrencia de este último hace que su novia pregunte si el caballero en cuestión «Tiene pasta», a lo que María responde que cree que de joven fue un empresario que se ganaba bien la vida.
—Pero vamos —advierte, poniendo las manos como improvisada barrera con la que detener los afilados comentarios que puedan estar por venir—, que por supuesto, no hay nada de eso.
Gema insiste un poco más, pero en el fondo solo bromea. Sabe que María tiene un corazón enorme, que eligió dedicarse a un trabajo tan poco gratificante porque le gusta cuidar a la gente.
—Su hijo no va nunca a verle —acaba desahogándose María—, y claro, tampoco lleva a su nieta.
Sin haberlo previsto, y sin poder borrar el rastro que ha dejado en su interior, de repente se ve relatando el episodio ocurrido durante la siesta de Héctor.
—Si lo hubierais visto… Daba tanta pena…
Gema y Chema se miran de soslayo. María siempre ha tenido facilidad para absorber como una esponja el sufrimiento de los demás, lo que a menudo la lleva a sumirse en la melancolía, por lo que saben que más les vale que la saquen rápido de esa senda si no quieren pasarse el rato consolándola por algo que, dicho sea de paso, les importa bien poco.
—¿Y por qué no le llamas? —sugiere ágil de reflejos Gema.
—¿Al hijo?
—No, al Káiser Guillermo, ¿no te jode? ¡Pues claro! Llámalo y dile lo que nos has contado a nosotros, a ver si le tocas la fibra y le hace una visita.
María parece dudar unos instantes.
—No sé… Yo no tengo acceso a las fichas de los residentes. Debería…
—Sí, deberías —sentencia Chema, que demuestra que no es menos rápido que su novia.
La duda vuelve a pasearse por los ojos de María, a quien sus amigos miran de un modo incitador. Por fin, tras un flash en el que imagina el añorado reencuentro, levanta su copa de cerveza y sonríe mostrando una seguridad que sabe Dios cuánto tiempo seguirá a su vera.

Durante todo el día siguiente trata María de ocultar su intención y mostrar normalidad. Pero al acabar su turno, y aprovechando que en ese momento la administrativa no se encuentra en su despacho, la auxiliar se cuela dentro, se sienta a la mesa, y con el corazón latiendo desbocado accede a las fichas de los residentes en el ordenador que, por suerte, su compañera ha dejado encendido. Busca el número de teléfono del hijo de Héctor, que consta como persona de contacto, y una vez lo localiza saca su móvil del bolso y lo anota en él. Después se pone en pie y se aleja de la mesa. Ya está, ya nadie puede acusarla de nada.
Aun así, cuando sale del despacho lo hace nerviosa y conteniendo el aliento, con una excusa preparada y mirando a ambos lados del pasillo como si esperase encontrar un tirador en cada uno de sus extremos. Suspira aliviada al no encontrarse con nadie y se aleja sintiendo, por primera vez en su vida, el dulce aroma del peligro.
Cuando sale de la residencia en dirección al aparcamiento de empleados en el que tiene aparcado su coche, no puede evitar cierta sensación de júbilo, convencida como está de que actúa del modo correcto. Se dice que las rencillas que pueda haber habido entre padre e hijo, si es que estas han existido, no tienen por qué acabar en algo que carezca de solución una vez Héctor haya fallecido; y por supuesto, no tienen por que afectar a esa niña que, sin duda, agradecerá sentir el profundo amor que su abuelo siente por ella.
Saluda a un compañero que pasa deprisa a su lado porque llega tarde, y no puede evitar sonreír. Su coche, amarillo —un color llamativo y divertido, según dijo cuando se lo compró—, resalta entre los demás. Acciona la llave apenas está a unos pasos, y abre la puerta y se sienta al volante dejando el bolso en el asiento del acompañante una vez ha sacado de él su teléfono móvil. Muy bien, ya tiene el número de teléfono del hijo de Héctor, pero… ¿se atreverá a llamar? Una voz interior le dice que sería una tontería no hacerlo una vez ha corrido el riesgo de que la pillaran en el despacho de la administrativa, pero para ser sinceros, esa voz no suena a un gran volumen. Al menos así es cuando es su timbre de voz el que escucha, porque si imagina a Gema diciéndole esas mismas palabras, la cosa cambia. Aun así sostiene el teléfono en la mano tratando de reunir el valor. ¿Qué le dirá? ¿Quién es ella para meterse en la vida de los demás? Consciente de que está perdiendo la batalla, decide dejar de pensar y entregarse por entero a la imagen del reencuentro que ya ha imaginado varias veces. Y da el paso.
Dos, tres tonos y el cosquilleo en el estómago aumenta. Al cuarto alguien descuelga y pregunta quién le llama. María titubea un poco al principio, pero se presenta como una de las auxiliares de geriatría que tienen a su padre a su cuidado. Usando un tono pausado y serio, el hijo pregunta si ha pasado algo, y ella se apresura decir que no, que su padre se encuentra perfectamente, y que el motivo de su llamada es otro. Primero se esfuerza en aclarar que no es su intención inmiscuirse en asuntos de familia que le son ajenos y no le competen. A esto, el hombre al otro lado de la línea responde con un marcado tono escéptico.
—¿Qué pasa?
María le habla de que nota a su padre triste, y no olvida hacer mención de los domingos en los que se queda viendo cómo los familiares de los otros internos van a visitarles; de cómo los mira y de cuánto añora a su nieta. Apela, como ha ensayado antes, a que las rencillas que pueda haber entre padre e hijo no tienen por qué perjudicar a la niña.
Al otro lado, silencio. Cuando la voz del hijo de Héctor vuelve a escucharse lo hace precedida por un soplido de esos que siempre tienen algo que ver con la paciencia, lo que hace que María, buena sabedora de ello, trague saliva.
—Soy un hombre ocupado, y los fines de semana…
—Lo entiendo, por supuesto —le corta María tratando de atrapar un fino hilo que siente que se le escapa—. Pero solo serían un par de horas, y no imagina el bien que le haría.
De nuevo, los interminables segundos de silencio.
—Está bien. —Suena a rendición, lo que hace que la auxiliar le crea—. Haré lo posible para ir.
María echa la cabeza hacia atrás, pletórica de alegría. Ahora sí que está segura de que ha hecho lo correcto; de que a veces hay que dar un rodeo para lograr acercar la luz a quien la necesita.
—¡Genial! —exclama—. No imagina las ganas que tengo de verlo por fin con su querida Adela.
—¿Perdón? —La voz que irrumpe al otro lado de la línea suena de repente confusa—. ¿Ha dicho Adela?
Y a este lado de la línea, esa sensación se iguala.
—Sí, claro. Su nieta Adela. La nombra en sueños.
Un nuevo soplido, está vez más pronunciado.
—No. Mi hija no se llama Adela. Mire, lo siento, pero estoy ocupado. Tengo que dejarla.
Y cuelga.
Boquiabierta por la sorpresa, y a pesar de saber que ya no hay nadie al otro lado, María permanece con el teléfono pegado a la oreja durante varios segundos.

—Y entonces, ¿quién es Adela? —pregunta brazos en jarra Mercedes, sosteniendo por una esquina una de las sábanas que acaba de cambiar y que parece derramarse de su mano, ya a la mañana siguiente, cuando su compañera le cuenta la conversación que mantuvo con el hijo de Héctor. Su natural apatía parece haber sido momentáneamente sustituida por la curiosidad.
—No lo sé —responde una María que mantiene, pese al tiempo transcurrido, esa expresión de sorpresa que le cayó encima como un rayo—. No tuve tiempo de preguntárselo. Pareció decepcionarse y me colgó.
La otra no varía su postura mientras María extiende la sábana limpia sobre la cama.
—Tal vez se trate de su esposa —especula.
—No lo creo —replica María—. Imagino que de ser así, su hijo lo hubiera mencionado, ¿no crees? Además, le has oído. ¿Te da la impresión de que esté hablándole a una mujer adulta? ¿Y lo de «Ven a jugar conmigo»?
Mercedes no tarda en claudicar.
—Sí, claro. Tienes razón.
María se incorpora. Tiene la cara roja por el esfuerzo, lo que hace que le resalten los mofletes.
—Lo he estado pensando —dice, entrecortando las frases para tratar de recuperar el aliento—, y creo que podría tratarse de una hija. Una que tal vez muriera de niña, en un accidente o por alguna enfermedad.
Mercedes está dándole vueltas a lo que de entrada le ha parecido un pensamiento algo macabro cuando el director de la residencia se acerca por el pasillo.
—María —la llama desde la distancia, una vez la ve—. Ven conmigo. Acompáñame a mi despacho.
La expresión de ambas auxiliares se vuelve tensa en la mirada que comparten. No es que el director sea uno de esos jefes que van de simpáticos, pero su voz ha sonado especialmente rígida, y su semblante, en un fracasado intento por parecer neutro, era adusto. Además, una vez ella ha asentido, se ha dado la vuelta sin esperarla.
—Ya me contarás qué pasa —le dice en voz baja Mercedes antes de que la otra se aleje.
Pero lo cierto es que María ya sabe el motivo por el que el director quiere hablar con ella a solas. Convencida de que todo saldría bien no lo había tenido en cuenta hasta ahora, pero de repente lo tiene claro: el hijo de Héctor ha llamado para quejarse por su intromisión.
—Cierra la puerta —le ha dicho el director, un hombre de cuarenta y cinco años y aspecto de relaciones publicas, al que ha encontrado ya sentado tras su escritorio una vez ha entrado en un despacho con tres plantas y cinco diplomas enmarcados. A ella siempre le ha parecido ese un lugar frío.
Y como temía, lo que llega a continuación es una reprimenda. Que se ha extralimitado, que está en juego la reputación de la institución y que algo así no puede volver a repetirse, le dice. Todo es expresado con un profundo tono reprobatorio. Ella, más allá de explicar lo que había motivado esa llamada, apenas ha tratado de justificarse. No le ha costado entender que, por buenas que fueran las razones que pudiera esgrimir, estas tendrían poco recorrido ante un hombre que parece tomarse el hecho como un desafío a su autoridad. Sin otra salida pues que aguantar el chaparrón, se limita a bajar la cabeza con la cara roja por el apuro del momento y prometer que nunca volverá a hacer algo así. Pero cuando dice esto último lo hace con el miedo a que eso no sea suficiente, y lo que venga a continuación sea la confirmación de su despido. De repente, siente un gran sofoco. ¿Qué hará si eso ocurre? ¡Tras solo un mes! Ya casi ha agotado su subsidio de paro, y no podría hacer frente al alquiler de su piso. Tendrá que volver a ocupar una habitación en casa de Gema, o peor aún, volver a casa de sus padres. Un escalofrío la recorre mientras espera la respuesta al borde de un oscuro abismo. Sabe que los ancianos tienen una buena consideración de ella, y a eso se aferra cuando contiene el aliento.
Cierra la puerta a su espalda, unos minutos después. Respira aliviada, pero le tiemblan las rodillas como si se acabase de bajar de una peligrosa montaña rusa.
Las secuelas del mal momento que ha vivido se le quedan marcadas en una piel que tarda en recuperar su tono habitual. Y así, pálida, es como la encuentra Mercedes cuando, al verla entrar en una de las salas, acude a que le cuente lo que ha ocurrido.
—Has tenido suerte —le dice nada más acabar la otra su relato—. Pero desde ahora, más te vale andarte con cuidado.
Más allá está Rosa María, pendiente de ambas.
—¿Qué pasa? —pregunta con los ojos entornados por la suspicacia.
—Nada —le responden ambas auxiliares—, no pasa nada.
Pero eso no merma la curiosidad de la anciana, que volverá a preguntárselo a Mercedes en cuanto esté sola.
No tarda eso en suceder.
Aunque no estaba previsto, a María le toca la tortuosa tarea de acompañar a uno de los internos al hospital, donde tiene que hacerse unas pruebas. Esto suele ser muy aburrido, pues la mayoría del tiempo tendrá que pasarlo esperando, pero es lo que le ha encomendado el director; su civilizado modo de castigarla.
La ambulancia no tarda en llegar, y María y el anciano al que acompaña pronto se alejan de la residencia.

No hace mucho que ha vuelto del hospital cuando encuentra a Héctor sentado en uno de los bancos del jardín, con el brazo derecho extendido sobre lo largo del respaldo, disfrutando del sol. Está solo, y a su lado reposan un libro, y sobre este, sus gafas de leer. El conjunto muestra una bonita estampa, y María camina por el césped en su dirección.
—Que bueno que hace, ¿eh? —le dice cuando llega a su lado.
Él la mira y sonríe.
—En efecto, es un día precioso —responde alzando la mano izquierda como si se lo ofreciera—. Pronto vendrán las calores y ya no habrá quien aguante al sol más de cinco minutos, pero ahora se está muy bien.
—¿Le importa? —pregunta ella señalando el banco.
—No, por supuesto que no —responde Héctor cogiendo el libro y las gafas para depositarlos a continuación sobre su regazo—. No negaré que es agradable que le vean a uno en tan buena compañía.
María se sienta a su lado. Siempre le han parecido muy tiernas esas muestras de galantería que tan difíciles son de encontrar en personas de generaciones posteriores.
—Asensi está dentro. Me ha dicho que a ver cuándo se cansa de hacer el girasol y se une a la partida de dominó. Al parecer —y usa entonces un cómplice tono de confidencia— necesita un compañero solvente.
—El dominó es para viejos —responde simpático Héctor haciendo un irónico gesto de rechazo.
Luego levanta la cara para que los rayos de sol se la acaricien, y ambos se quedan unos segundos compartiendo un apacible silencio.
—Tengo entendido —comenta Héctor en un momento dado— que no ha tenido un buen día.
María hace un ligero aspaviento de sorpresa y se acuerda de Mercedes.
—¿Ya lo sabe?
El otro sonríe.
—En un lugar como este lo único que corre con la vitalidad de un chiquillo son los chismorreos.
Y María agacha un poco la cabeza, quizás algo avergonzada.
—Lo siento. No pretendía…
—Oh, no importa. Sé que lo ha hecho con buen corazón y que pretendía ayudarme.
María se siente reconfortada por esas palabras. Aun así…
—¿Puedo preguntarle algo?
Héctor la mira de soslayo y esboza una sonrisa.
—Por supuesto.
—¿Quién es Adela? —pregunta María con timidez—. Pensé que se trataba de su nieta, pero no…
Deja la continuación en el aire para no volver a meter la pata.
Pero por suerte, Héctor no da muestra alguna de incomodidad. Es como si esperara esa pregunta. Sigue con la cara alzada y el gesto plácido, esbozando una leve sonrisa que no mengua un ápice cuando responde.
—Adela —dice con toda tranquilidad— es una niña que me comí.
María esboza una sonrisa de incredulidad, pero pronto se sobrecoge; siente cómo un intenso y repentino frío la sacude desde el interior congelándole el aliento y casi el corazón. ¿Qué pasa? Pues que algo en el modo en que Héctor ha pronunciado esas palabras anula por completo las posibilidades más accesibles y banales. Ha habido orgullo en el modo en que se ha expresado, y tal vez algo de macabro exhibicionismo, también. No bromea, y su mente sigue despierta y hábil. De ese modo María sabe, de algún modo visceral y tórrido, que lo ha dicho en serio. Entreabre la boca, pero ningún sonido sale de ella. Y Héctor, seguro y confiado, abre los ojos y la mira sin girar del todo la cabeza. Por primera vez se vislumbra algo oscuro y siniestro en ellos.
—Tenía siete años —explica el anciano luciendo una terrible serenidad, sin rastro de pudor—. Aunque eso lo descubrí más tarde, viendo las noticias, porque no es algo que le preguntara. Sé que es extraño, pero no lo hice.
»Me la llevé de un parque mientras su madre estaba distraída leyendo un libro o hablando con unas amigas, eso no lo recuerdo bien. No deja de ser curioso que yo haya olvidado un detalle que a ella la habrá atormentado desde entonces, ¿no cree?
Desarmada ante tal muestra de descaro, María es incapaz de emitir ningún sonido. Su rostro desencajado es toda la muestra de expresión que puede permitirse.
—Llevaba un vestido rojo, muy bonito, y una diadema blanca y unos zapatos de charol —continúa relatando el anciano, mostrando una abominable tranquilidad—. Era tan dulce, tan frágil e inocente… que no pude resistirme al deseo que llevaba ya mucho tiempo cociendo mis entrañas. Usando burdos engaños la metí en mi coche y la conduje a una finca que heredé de mi familia. Por desgracia, ese lugar ya no nos pertenece; mi hijo lo vendió para sufragar mi estancia aquí, aunque eso solo supondrá una pequeña parte de lo que haya sacado por ella. Supongo que el resto se lo habrá quedado él, de quien debo decir, antes de que equivoque sus conclusiones, que desconoce por completo cualquiera de los detalles que le estoy revelando. Nuestro distanciamiento tiene un origen mucho más banal.
»La cuestión, y perdone que me haya distraído del asunto, es que en aquél lugar…
Se detiene entonces, como si una señal de alarma hubiera sonado en su cabeza, y mira a la mujer que sigue sentada a su lado como si sopesase la idea de seguir por el camino que ha emprendido.
—¿Sabe qué es lo mejor de comerse a un niño? —continúa, tras haber decidido finalmente evitar ciertas partes de la historia—. Que junto con su cuerpo devoras cada segundo y experiencia que podría haber tenido. Su octavo cumpleaños, ese que nunca celebró, acude con regularidad a mi mente. Se la ve tan contenta abriendo sus regalos y soplando las velas… Lo mismo ocurre con su primer beso, su boda o la felicidad que habría sentido cuando una enfermera le depositase en los brazos a su primer hijo.
Se interrumpe para, ante la atónita mirada de María, extremar su sonrisa y saludar con la mano a una conocida que ha hecho lo propio al pasar unos metros por delante. ¿Cómo es posible tanta frialdad?
—Todos esos instantes —continúa Héctor una vez la mujer sigue con su paseo— son ahora míos, solo míos, y los disfruto como pequeños bocados con los que aún ahora, tras tanto tiempo, la sigo devorando. Incluso en este momento en el que evoco tan intensos recuerdos para usted siento lo mismo que cuando la tenía abierta en canal sobre la mesa de la cocina.
María, horrorizada, con los ojos desorbitados y llenos de lágrimas, se lleva la mano a la boca. Tiembla desde la punta de los pies hasta lo más profundo de su alma.
—Es usted un monstruo.
—Me temo —concede flemático Héctor— que no tengo más salida que darle la razón en eso. Piense que desde este momento, y en cierto modo, a usted también voy a devorarla. —María se estremece—. De hecho, ya estoy saboreando el estupor que muestran sus ojos, el crepitar de la aorta batiendo febril en su cuello o el temblor de sus extremidades. Todos esos pequeños bocados los disfrutaré de igual modo a como lo hago con esos momentos de las posibles vidas de Adela que, perdidos para todos, ya solo cobran vida en mi mente. Sí, soy un monstruo, María, tiene razón.
»Y dígame: ¿qué va a hacer, ahora que sabe lo que soy? —Ante la mirada de incomprensión de María, el viejo insiste con un ligero ademán de impaciencia con el que parece querer despertarla del horrorizado letargo en el que se ha sumido—. ¿Va a gritar, a llamar a la policía y acusarme? —De repente su expresión cambia y se vuelve más rígida—. Dudo que en estos momentos cuente con la confianza del director de esta institución. Además, apenas puedo andar y me meo en la cama; ¿de verdad cree que llegaré a sentarme en un banquillo? Eso por no mencionar que nadie la creerá. Y por si piensa ponerse a buscar pruebas, como en esas ridículas películas que hacen para televisión, le advierto que hace ya más de treinta años que la defequé. Además, la ley me ampara: el delito ha prescrito, y a ojos de la justicia soy tan inocente como pueda serlo usted. En cambio, yo podría acusarla de acosar a un anciano; su mismo jefe podría declarar que es así.
Incapaz de asimilar el repugnante despliegue de exuberancia del que es única espectadora, María siente cómo las nauseas le suben por la garganta con la amenaza de ahogarla.
—También puede llamar a la prensa —continúa el asesino, mecido por esa calma de la que en todo momento ha hecho gala—, pero el resultado no variaría. Los únicos perjudicados serían mi hijo y su familia. Y dígame, ¿de verdad quiere sacrificar a otra niña?
Con tanto horror, en la mente de María no hay un solo espacio libre para pensar con una mínima claridad.
—Yo… yo…
—Deje de balbucear y responda, gorda de mierda. ¿Qué va a hacer? Después de todo, ha sido su curiosidad la que la ha puesto en esta situación. Veamos… Tiene acceso a mi medicación, así que podría envenenarme. ¿Qué me quedan, tres, cinco años de absoluta decadencia? Tal vez solo una noche más. ¡Joder, hágalo! ¡Le doy mi permiso! Pero ¿y usted? —Y se gira hacia ella mirándola con macabro interés—. ¿Le merecería la pena? ¿Qué sería de su vida, si la descubren? Y sé que no soy el más indicado para hablar de moralidad, pero ¿podría doña mariposas y florecillas cargar con lo que representa quitar una vida?
»Acéptelo: no puede ni darme la bofetada que tanto desea. Si lo hace perderá el trabajo, ni una hora más la dejarían estar aquí. Y con semejante mancha en su expediente no le permitirían cuidar ni de una cabra en lo que le resta de vida.
En un gesto cargado de displicencia se gira el asesino para disfrutar de un sol que le ilumina igual que a todos los demás.
—¿No cree que este es un buen momento para disertar sobre la existencia de un Dios justo y bondadoso? —Ríe el viejo asesino—. ¿Acaso no fue Él quien me brindó la oportunidad?
Emitiendo un sollozo, María aprieta los puños y se pone en pie para darse la vuelta y dirigirse al edificio.
Héctor no se gira a mirarla. Solo sonríe henchido de satisfacción.
Relamiéndose.

María sale del edificio con los ojos envueltos en lágrimas. Tantas hay, que le nublan la visión. Se dirige a su coche, el que es de color amarillo porque le pareció un color alegre y divertido, y una vez llega a él busca las llaves en su bolso, que ha ido a coger de la taquilla sin atender a quién se encontraba o qué le decían. Los nervios la vuelven torpe, y el bolso se le cae al suelo desparramando cuanto contiene: la cartera con sus tarjetas de crédito y su documentación, las llaves del coche y también las de casa, el móvil, el paquete de clínex y el frasco de crema que se suele poner en las manos y la cara. Viéndolo todo esparcido aquí y allá, le falta el aire. Se arrodilla y lo coge todo a puñados, y excepto las llaves del coche, lo vuelve a depositar en el interior del bolso. Pulsa el botón que le permite abrir la puerta y meterse dentro, y una vez cierra se aferra al volante con ambas manos y mira más allá de los cristales sin lograr ver otra cosa que no sea el rostro de Héctor mirándola con los ojos de un demonio. Llevada por un impulso apátrida, busca de nuevo en el bolso y saca el móvil. Tiene que pasarse la mano por los ojos para enjugarse las lágrimas y conseguir ver el icono del navegador. Luego accede al buscador y escribe:
Adela, niña desaparecida.
Más de diez mil resultados que incluyen imágenes, antiguos titulares y recordatorios aparecen para anudarse en su garganta.
Y las manos le fallan y el aparato se le cae entre los muslos.



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En el texto hay: misterio, crimen, intriga

Editado: 02.02.2023

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