—No puede obligarme… —dije en voz alta, aunque la vibración en mi pecho delataba lo que ya sabía, sí podía hacerlo.
Mi protesta se perdió entre los cortinajes azul medianoche que caían como cascadas. Las paredes de mármol claro devolvieron mi voz en un eco breve, ahogado por el viento helado que se colaba desde los ventanales. La habitación que compartía con mi hermana era un santuario y una prisión, tapices bordados con escenas de batallas antiguas, arcones de cedro cargados con sedas y gemas, velas altas que proyectaban sombras danzantes sobre las columnas.
—Baja la voz, alguien podría escucharte —murmuró Leonor. Sus grandes ojos verdes, reflejando el pánico de un ciervo, brillaron bajo la luz temblorosa del candelabro. De las dos, ella siempre había sido la obediente, la que callaba, la que se inclinaba sin levantar la vista.
—Mejor… que me escuchen —repuse, conteniendo el nudo de lágrimas que me quemaba la garganta. Mi voz tembló como cristal al borde de romperse, odiaba mi propia naturaleza tanto como odiaba la decisión de nuestro padre.
Mi aura, imposible de contener, se extendió por la habitación como una neblina luminosa. Las velas chisporrotearon y las cortinas se agitaron sin viento. Esa chispa azulada delató mi tristeza, mi frustración, mi furia.
—Lía… si pudiera ocupar tu lugar… lo haría sin dudarlo —confesó ella con la voz quebrada. Su figura, tan frágil con apenas doce años, parecía un pajarillo atrapado en seda. Sabíamos que era imposible, yo era la heredera, la prometida, ella, aún una niña.
Se levantó de su cama y se acurrucó a mi lado, como cuando éramos pequeñas. Sus dedos acariciaron mi cabello blanco suelto, igual que en las noches en que regresaba sucia de barro por escaparme al bosque, o cuando mi padre me reprendía por hablar demasiado con los guardias. Para él yo era rebelde, para ella, era libre. Pero esta vez no había pecado ni rebeldía, solo condena.
El peso del reino entero descansaba sobre mis hombros, como heredera, debía unirme al príncipe de la tierra maldita de los Venitas, demonios de sangre pura que durante siglos habían esclavizado a nuestro pueblo. La paz era reciente y frágil, los tratados de alianza habían puesto fin a la guerra, pero no al desprecio. Para ellos seguíamos siendo inferiores. La solución del consejo y de mi padre fue brutalmente sencilla, un matrimonio político, el regente de los Venitas y la princesa heredera, yo.
Mis dedos arrugaron la seda de mi bata, mientras Leonor seguía acariciando mis trenzas deshechas. Al amanecer iniciarían los preparativos, la ceremonia sería al caer el sol, y él llegaría.
Un ser tan temido que incluso su pueblo lo llamaba “la Sombra de la Muerte”.
No podía esperar ese destino.
Cuando las luces del castillo se extinguieron y los candelabros se apagaron uno a uno, Leonor cayó en un sueño profundo. Me puse de pie, el corazón martilleándome las costillas, saqué del escondite la ropa oscura que había preparado esa mañana, un vestido sencillo de lana, botas gastadas, capa con capucha, y me vestí en silencio.
El corredor estaba en penumbra, las armaduras que custodiaban las columnas parecían centinelas de hierro.
Conocía de memoria los turnos de la guardia nocturna, y mis pasos apenas susurraron sobre las alfombras, crucé pasillos de mosaicos, bajé escaleras de piedra húmeda, y llegué hasta la puerta trasera, y la noche me tragó.
El frío me golpeó el rostro como una bofetada, respiré hondo y conjuré un velo de magia para ocultar mi aura; nadie podría rastrearme. El aire olía a nieve y a pino, la luna, enorme y plateada, iluminaba el bosque como un faro, el viento agitaba las ramas y hacía crujir la escarcha bajo mis botas.
Caminé durante media hora, cada paso me alejaba del castillo, de mi hermana, de mi destino. Cada sombra me parecía un guardia, cada crujido, un delator, hasta que el sonido de cascos me heló la sangre.
Un grupo de jinetes avanzaba por el sendero, sus antorchas encendiendo parpadeos de luz entre los árboles.
Dudé en regresar, pero el instinto me gritó que siguiera, me lancé al lago cercano y me sumergí por completo. El agua estaba tan helada que sentí que me cortaba la piel, usé un pequeño hechizo para oxigenar mi cuerpo, y el líquido envolvió mis sentidos hasta convertir todo en silencio.
Pero no pasó mucho tiempo.
Una mano brutal me arrancó de las aguas y me arrojó contra la tierra, el golpe me robó el aire y la voz, tosí, empapada, temblando, al alzar la vista, lo vi.
El demonio en persona.
Era mucho más alto de lo que las historias contaban, su silueta recortada contra la luz de la luna como una estatua de ónice. Su armadura negra estaba grabada con runas rojas que parecían latir, el aire a su alrededor vibraba con poder oscuro, una presión que aplastaba el pecho.
Su cabello era negro como la noche, y sus ojos grises brillaban como acero afilado, una mirada fría, sin compasión.
Retrocedí de inmediato, cubriéndome con la capucha para ocultar mi cabello blanco, en aquel disfraz era una sirvienta más, botas desgastadas, túnica de lana, nadie debía reconocer a la heredera.
—Levántate —ordenó, su voz era grave, áspera como roca.
Mi cuerpo obedeció contra mi voluntad, la magia oscura recorrió mis venas como un veneno, y tuve que reunir toda mi energía para resistirla.
—¿Quién eres y por qué huyes? —preguntó sin apartar sus ojos grises de mí. La noche entera pareció contener el aliento.
—No huyo, mi señor, solo voy camino al próximo pueblo —mentí con la voz sumisa que tantas veces había escuchado en mis doncellas.
Me observó con desdén, por un instante creí que me dejaría ir, que para él yo no era nadie, pero su orden fue un cuchillo helado.
—Subanla al caballo, que no escape.
Dos de sus hombres desmontaron, e intentaron sujetarme
Moví las manos en un conjuro rápido, y una ráfaga de viento cargada de luz azul los arrojó lejos como muñecos.