El destino de las hadas

Capítulo 2

El silencio que siguió a sus palabras fue más helado que el lago.

Mis labios temblaron, pero no dije nada, el aire entre nosotros vibraba con un poder antiguo, tan denso que parecía tener peso.

Sus soldados aguardaban inmóviles, sin atreverse a intervenir. Solo el crepitar distante de las antorchas rompía la quietud. Él me observaba como si el destino mismo le hubiera hecho una mala jugada.

Yo, empapada y temblorosa, apenas sostenía su mirada, pero me negué a bajar la cabeza.

—¿Huyendo tan pronto, futura esposa? —repitió, esta vez con un tono casi burlón.

Su voz era grave, como un eco proveniente de las entrañas de la tierra.

—No acepto ese destino —respondí con voz baja, pero firme.

El brillo en sus ojos grises se intensificó, aunque su expresión no cambió.

—El destino no requiere tu aceptación, solo tu cumplimiento— su desprecio y frialdad me atravesaron más que el aire gélido.

Dio un paso hacia mí, y cada fibra de mi cuerpo me gritó que retrocediera, pero no lo hice. Su sombra me cubrió entera, y tuve la absurda sensación de que la noche misma le obedecía.

—¿Temes a los demonios, princesa? —preguntó.

—Solo temo convertirme en uno de ustedes.

Algo en su mirada cambió, un destello de algo demasiado humano para pertenecerle, pero duró un instante. Sus ojos grises eran afilados como acero, y a su alrededor, la magia oscura parecía palpitar, viva y atenta a cada uno de mis movimientos.

—¿Así tratan a sus reinas? —pregunté, con la voz cargada de desafío, aunque la ropa mojada se pegaba a mi piel, estaba temblorosas por el frío del lago.

Él avanzó un paso más, y la presión de su presencia me hizo dar medio paso atrás.

—Aún no lo eres —dijo, con calma absoluta, como quien corrige un error menor.

El aire se volvió más denso, casi sólido, no había reproche en su voz, solo la fría verdad, yo no era todavía la reina de nadie, ni siquiera de mi propio destino.

Los soldados del Venita me subieron al caballo mientras él montaba el suyo.

El viaje hacia mi reino comenzó bajo un cielo que parecía contener la respiración, y con cada paso de los cascos sentí que el bosque y el viento se inclinaban ante él. Absurdo.

Avanzando en silencio, durante menos tiempo del que yo misma había recorrido, sus ojos me seguían con atención casi felina, midiendo cada gesto, cada respiración.

—Nunca he sido prisionera —murmuré en un instante de atrevimiento.

—Tampoco lo serás —respondió, pero la seguridad en su tono no era consuelo, sino advertencia.

Cada sombra del bosque parecía más oscura y peligrosa bajo su mirada. La magia de los Venitas flotaba como un río invisible entre nosotros, no había intención de tocarme, pero la fuerza de su aura podía aplastarme si quisiera, mi magia, comparada a la de él, no era nada.

El terreno cambió, un valle se abrió ante nosotros, cubierto de flores plateadas y ríos de cristal, era mi reino, mi hogar, aun así, no sentí alivio.

El hecho de que él me acompañara convertía la familiaridad en un territorio ajeno.

Las murallas de piedra blanca brillaban con una pureza casi cruel. Los estandartes de mi casa ondeaban con el emblema de la flor de luna, y sobre el puente aguardaba la guardia real, armada, inmóvil.

El aire se impregnó de magia contenida, la corte sabía quién llegaba.

A su lado, en el centro del jardín principal, mi padre esperaba. Su porte, imponente era el de un rey acostumbrado a que el mundo se doblegara a su voluntad.

Pero cuando sus ojos se posaron en mí, montada al lado del príncipe de los Venitas, su rostro se contrajo entre sorpresa, ira y un dejo de decepción que me atravesó el pecho como una lanza.

El silencio fue total, hasta los pájaros parecieron callar.

Él desmontó primero, con movimiento ligero, como si la armadura, oscura y pesada fuera una extensión de su propia piel, fue fluido, silencioso, calculado, cuando me ofreció la mano, lo hizo no por galantería, sino por protocolo. La rechacé, bajé sola, sosteniendo su mirada desafiante.

Mi padre dio un paso al frente, los dedos apretados alrededor del cetro.

—¿Qué significa esto? —preguntó, su voz resonando con autoridad y furia contenida.

El príncipe Venita se mantuvo firme, imponente en su armadura oscura. Su voz fue baja, pero cada palabra cortó el aire como una hoja.

—Venía hacia su castillo cuando la encontré huyendo. No tenía intención de interferir, pero su presencia en territorio abierto era un riesgo, solo cumplí con evitar una deshonra para ambos reinos.

Mi padre giró hacia mí, su mirada era un filo invisible.

—¿Es cierto, Lía?.

No respondí, la culpa y la vergüenza ardían en mi pecho, pero más fuerte que eso era el orgullo. El silencio fue mi única respuesta, mi último acto de desafío.

El Venita avanzó un paso, no como amenaza, sino como quien protege lo que ahora pertenece a su causa. Fue un movimiento casi imperceptible, pero bastó para que los soldados de mi reino reaccionaran, alzando las lanzas.

El aire se cargó de poder, luz y oscuridad vibraron en un mismo espacio, chocando como dos fuerzas que jamás debieron encontrarse. La magia del bosque se alzó alrededor, y por un instante creí que el castillo mismo temblaría.

—Basta —tronó la voz de mi padre, tan fuerte que hasta las antorchas vacilaron, bajó el cetro con firmeza, y la tensión se deshizo como una cuerda liberada.

—Que se preparen los salones, la ceremonia será al caer el sol.

Su mirada se detuvo en mí una última vez, con un brillo que oscilaba entre la decepción y la tristeza.

—Ve a tus aposentos, Lia, y que los dioses te concedan la sabiduría que yo ya no puedo darte.

El Venita no dijo nada, solo me observó mientras los guardias me escoltaban hacia el interior del castillo. Su mirada seguía cada uno de mis movimientos, como si intentara descifrar el motivo de mi huida… o tal vez solo medir mi debilidad.




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