El destino de las hadas

Capítulo 3

El murmullo de las doncellas se apagó apenas el sonido de los pasos resonó en el pasillo principal.

Graves, acompasados, metálicos.

Cada golpe de su armadura contra el mármol se sentía como un eco prohibido dentro del apocentro, el santuario privado destinado solo a las herederas. Ningún hombre debía cruzar esas puertas, mucho menos uno de su especie.

Pero allí estaba él.

Me mantuve erguida, aunque cada fibra de mi cuerpo me gritaba que su presencia era un sacrilegio.

El aire se volvió más denso cuando su sombra atravesó el umbral, oscureciendo la luz de los candelabros, el fuego titiló, temeroso, y un susurro invisible recorrió las paredes de mármol como si el castillo protestara en silencio ante aquel acto.

Era más alto de lo que recordaba horas antes, su silueta parecía tallada en hierro, y la armadura negra que lo cubría absorbía toda luz, las runas carmesí que la recorrían pulsaban como un corazón vivo, su mirada gris, helada y calculadora, inspeccionó la habitación hasta posarse en mí.

Y entonces lo sentí, el peso de su juicio.

Me observó de pies a cabeza con una lentitud insoportable, sin disimular la repulsión que le inspiraba mi existencia, no era deseo ni curiosidad, era desprecio puro.

Mi pecho se tensó, pero no bajé la mirada, si buscaba intimidarme, no se lo concedería. Él podía ser la oscuridad hecha carne, pero yo era luz… aunque ese día, mi resplandor apenas se sostenía.

El silencio se volvió espeso entre nosotros, escuché el crujido de su guantelete al cerrarse sobre su puño, y durante un segundo, el aire chispeó, una corriente salvaje, contenida.

Sabía que debía inclinarme, según las costumbres del tratado, no lo hice, y en su mirada fugaz, tan cortante creí ver algo más que desprecio, una advertencia, o quizá… reconocimiento.

—No esperaba que tuvieras el valor de sostenerme nuevamente la mirada —su voz rompió el silencio como hierro candente hundiéndose en agua helada.

No era una voz humana, era profunda, áspera, cargada de poder, cada palabra vibró dentro de mis huesos.

—Y yo no esperaba que un Venita cruzara el apocentro sin ser invitado —respondí, midiendo el tono, intentando que no me temblara la voz.

Una sonrisa casi imperceptible cruzó sus labios, un gesto de burla contenida.

—Invitado o no —dijo con arrogancia— El tratado me concede derecho sobre esta unión.

Avanzó un paso, el suelo pareció responder a su peso, su presencia me rodeó, pude oler el metal, la ceniza, la magia oscura que lo envolvía como una tormenta silenciosa.

—Derecho —repetí con amargura— Interesante palabra para disfrazar una condena.

Su mirada descendió hasta mis manos, donde un tenue resplandor azulado aún titilaba.

—Tu magia… es inestable —murmuró con tono bajo, casi desdeñoso— No sabes contenerla.

—No tengo por qué hacerlo.

—Deberías, no todo lo que brilla sobrevive a la oscuridad.

El aire crujió, entre ambos, una energía invisible tironeó de mi pecho hacia él, por un instante, sentí algo imposible, una chispa, un pulso que se mezcló con el mío.

Él también lo notó, lo vi en su ceño, en esa mínima contracción que delató sorpresa, la conexión, la primera advertencia de lo que estaba por sellarse.

Pero el instante se desvaneció tan rápido como llegó.

—Hada Lía —pronunció mi nombre con una suavidad venenosa, en sus labios, sonaba a burla, como si el título mismo le resultara una ofensa.

Su magia oscura seguía arremolinándose a su alrededor, robando el aire, robando la luz.

—Este tratado solo los beneficia a ustedes —continuó, su voz grave, cargada de desprecio— Así que, por favor, dejémonos de juegos.

Su poder me envolvía, invisible pero tangible, oprimiendo el pecho, cada palabra suya era una orden, una amenaza disfrazada de deber.

—Antes de la ceremonia —prosiguió— debo asegurarme de que las fuerzas de luz y sombra estén alineadas.

—¿Medir mi energía? —pregunté, conteniendo la rabia— ¿Esto es parte del tratado o solo su excusa para humillarme?.

Él sonrió apenas, un gesto de pura soberbia.

—Humillar… es una palabra muy humana, yo solo observo la verdad, tú raza… tan brillante, tan frágil, tan limitada.

Su desprecio era palpable, y aun así, algo en su tono me hizo temblar, una certeza silenciosa de que podría quebrarme si quisiera.

—Acércate —ordenó, cada palabra afilada con poder, sin margen para la desobediencia.

—No puedo permitirlo —respondí, y la magia respondió conmigo.

El aire se estremeció, los candelabros parpadearon, y una brisa azulada llenó el espacio entre nosotros.

—La ceremonia se rige por rituales antiguos —continué, manteniendo la mirada— La unión debe sellarse con un vínculo de sangre y magia, hasta entonces, ningún poder puede entrelazarse sin romper el equilibrio.

Por un momento, pareció dudar, pero su expresión se endureció al instante, irritado por mi desafío.

—Crees que tus leyes de luz pueden protegerte —susurró con una calma gélida— Pero los antiguos pactos no fueron hechos para proteger… sino para someter.

Sus palabras me atravesaron como hielo, no respondí, su sombra se extendía sobre mí, viva, casi tangible.

Aun así, no bajé la cabeza.

—Debe retirarse —dije al fin, mi voz firme, aunque sentí cómo mi poder vibraba de rabia— Tal vez no comprenda mis tradiciones, pero las mías están grabadas en estos muros, y nadie, ni siquiera un Venita, las quebrantará.

Lo sostuve con la mirada, ni siquiera mi padre, el rey, se había atrevido a enfrentar así a uno de ellos, pero yo no pensaba doblegarme.

En el fondo, solo tenía una esperanza, que cuando llegara la ceremonia, nuestras energías se repelieran. Si la oscuridad rechazaba mi luz, el vínculo se rompería, y con él, el tratado.

Un rechazo así no le convenía a ninguna nación, sin unión, no habría heredero, y sin heredero… no habría poder compartido.

Era un riesgo que solo podía esperar que la magia misma eligiera por mí. Qué la oscuridad, al fin, me rechazara.




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