El destino de las hadas

Capítulo 5

El sonido de las puertas al cerrarse resonó como un eco lejano que sellaba mi destino, las doncellas se movieron en silencio, sus pasos eran suaves sobre el mármol, casi reverentes, como si temieran perturbar la energía suspendida en el aire.

El dormitorio estaba bañado por una luz tenue, proveniente de una hilera de orbes flotantes que titilaban como estrellas cautivas. Todo parecía dispuesto con precisión ceremonial: la cama cubierta por velos de seda blanca, los candelabros de plata con runas protectoras grabadas, las jarras de cristal llenas de vino lunar, el incienso ardiendo en los braseros de ónix.

El aroma a lavanda y mirra era tan intenso que me mareaba, aun así, lo que me oprimía el pecho no era el perfume ni la magnificencia del lugar… sino la certeza muda de lo que significaba estar allí. Esa habitación no era un refugio, era un símbolo, el sitio donde debía consumarse el pacto entre la luz y la sombra.

Me mantuve de pie junto a la puerta, observando en silencio mientras las doncellas se inclinaban, depositando sobre el tocador las túnicas de descanso, los aceites y los ungüentos rituales que debía usar antes de dormir, sus miradas eran cuidadosas, evitaban encontrarse con la mía, sabían, igual que yo, que esa noche no era como las demás.

—Mi señora, ¿deseáis que preparemos el baño? —preguntó una de ellas, con voz suave.

Negué sin palabras.

Sentía que si me dejaba tocar, si me entregaba a cualquier gesto de rutina, algo dentro de mí se quebraría.
Ellas insistieron, moviéndose con esa gentileza que usan quienes no quieren provocar una tormenta, pero al final comprendieron. Una a una se retiraron, dejando tras de sí un silencio denso, apenas roto por el crepitar de las velas y el murmullo lejano del viento nocturno colándose por las ventanas de cristal encantado.

Me quedé sola.

Avancé despacio hasta el centro de la habitación, la cama parecía una extensión de la ceremonia: sábanas bordadas con hilos de plata, pétalos dispuestos con exactitud ritual, todo listo para una unión que el consejo esperaba celebrar al amanecer, pero yo…yo no podía.

Apoyé las manos sobre el dosel y respiré hondo, intentando calmar el temblor de mis dedos, todavía sentía la energía de Kael dentro de mí, como un pulso que no era mío, una vibración ajena que recorría mis venas, quemándome desde adentro. No podía borrar la sensación de su poder mezclándose con el mío, ni esa mirada que parecía haber atravesado las capas de mi magia hasta tocar algo más profundo, me estremecí.

Caminé hasta el ventanal, la noche afuera era serena, pero cargada de presagios. El bosque se extendía como un mar oscuro, y el resplandor de las lunas gemelas caía sobre las torres del palacio, tiñéndolas de un brillo metálico. Desde allí podía ver, a lo lejos, las luces de la celebración apagándose una a una, el reino dormía, yo no.

Me senté junto al ventanal, con las rodillas recogidas, abrazándome a mí misma como si eso pudiera detener el torbellino de pensamientos. ¿Vendría? ¿Cruzarían sus pasos ese umbral antes del amanecer? ¿Sería esta la noche en que el tratado se sellara por completo… o solo el preludio de algo más oscuro?

Pasaron los minutos, luego las horas, el fuego de los braseros se redujo a brasas, y la fragancia del incienso se volvió más tenue, como un recuerdo difuso, yo seguía despierta, cada músculo en tensión, los pensamientos girando sin descanso entre el deber y el temor.

Pensaba en mi padre, en el consejo, en las palabras del sacerdote, pero sobre todo… en él, en la manera en que su mirada había temblado apenas un instante, suficiente para que yo sintiera que algo en esa unión no era solo magia, era destino.

Cerré los ojos, exhalé despacio.

La habitación estaba quieta, pero mi mente seguía ardiendo.
Afuera, el viento sopló más fuerte, haciendo que los velos se mecieran como si respiraran, y sin embargo, él no llegó.

El tiempo se volvió líquido.

No supe si pasaron minutos o siglos antes de que el cansancio finalmente me venciera, no me quité los ropajes ceremoniales, ni las joyas que aún brillaban débilmente con restos de energía. Me recosté sobre la cama sin cubrirme, mirando el techo tallado con constelaciones antiguas, hasta que mis párpados pesaron demasiado.

El último pensamiento que cruzó mi mente antes de caer en el sueño fue una mezcla contradictoria de alivio y desilusión.

Kael no había venido.

Y aunque parte de mí lo había esperado… otra parte, más íntima, más humana, agradeció el silencio, porque no estaba lista, porque esa noche, por primera vez desde el rito, el eco de su poder dentro de mí comenzó a desvanecerse, y en su lugar, quedó solo mi respiración… lenta, temblorosa, mía.

El amanecer se filtraba tímido entre los velos translúcidos de la habitación, rayos de luz pálida cruzaban el aire, suspendidos entre el humo adormecido del incienso, formando figuras efímeras que parecían danzar al compás del viento.

Por un instante, no supe dónde estaba, el silencio era tan denso que podía oír el leve zumbido de la magia que aún impregnaba el lugar.

Parpadeé, mis párpados pesados por el cansancio, y lentamente el recuerdo de la noche anterior volvió a mí. La ceremonia, el círculo de plata, la unión… el cansancio que me había vencido antes del amanecer. Me incorporé despacio, la seda de mi vestido arrugada contra mi piel, fría.
Y entonces lo noté.

La tiara —la joya de luna que había adornado mi cabeza durante el ritual— ya no estaba.

Mi mano se movió de inmediato, buscando su peso habitual sobre mi cabello, pero solo encontré mechones sueltos, desordenados, como si alguien los hubiera tocado con suavidad mientras dormía. Mi respiración se detuvo, el corazón, sin aviso, comenzó a latir más rápido.

Giré la vista hacia la derecha.

El lado opuesto del lecho mostraba una huella apenas perceptible: la seda hundida, la forma difusa del cuerpo de alguien que había estado allí. Sobre la almohada, un rastro apenas visible de ceniza plateada brillaba bajo la luz del amanecer, un resplandor oscuro que solo podía pertenecer a la magia de un Venita.




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