El destino de las hadas

Capítulo 6

El sol apenas despuntaba cuando el carruaje cruzó los límites del Reino. Detrás quedaban las torres de cristal, los muros cubiertos de enredaderas luminosas y el eco de los cánticos del amanecer que despedían a los viajeros de sangre real.

El aire era distinto fuera de las murallas, más denso, menos perfumado, cargado de un silencio que parecía observar.

Lía se mantenía erguida dentro del carruaje, las manos enlazadas sobre su regazo. La seda azul de su vestido se movía al compás del traqueteo de las ruedas sobre el camino empedrado, y los reflejos de luz que se filtraban por la ventana teñían su piel de un dorado tenue. Miró hacia atrás una última vez, desde la distancia, el palacio se alzaba como un espejismo, brillante, inalcanzable. Allí quedaba su padre, y sobre todo, su hermana.

Un nudo se formó en su garganta.

—¿ Ya la extraña mi señora? —preguntó una voz suave a su lado.

Era Elara, su doncella, la joven que su padre había insistido en enviar con ella, de todas las que servían en la corte, Elara era la más fiel, la única que conocía las manías de Lía, los silencios que no había que interrumpir y las palabras que podían consolarla sin romper su orgullo.

Lía no respondió de inmediato. Sus ojos seguían fijos en el horizonte, donde las lunas gemelas palidecían ante la luz del día naciente.

—No hay forma de no hacerlo —murmuró al fin— Ella… era mi hogar.

Elara asintió, bajando la mirada.

El viento agitó las cortinas del carruaje y un hilo de polvo luminoso —residuo de las runas protectoras del Reino— se disipó en el aire, marcando el límite entre todo lo que Lía había sido y lo que estaba a punto de enfrentar.

Afuera, Kael cabalgaba al frente del séquito. Su armadura reflejaba la luz como un espejo oscuro, sin una sola mancha, sin una sola grieta. Montaba con la serenidad implacable de quien está acostumbrado a mandar, no había vuelto a mirarla desde que partieron, ni cuando se despidió de su padre, ni cuando su hermana lloró abrazada a su falda, ni siquiera cuando el sacerdote les bendijo el viaje.

Su figura se mantenía distante, contenida, rodeada por sus hombres. Parecía más una sombra que un hombre, una extensión del poder que lo seguía como una niebla.

Lía observó el movimiento de su capa negra ondeando con el viento.

Intentó convencerse de que era mejor así, que esa indiferencia era preferible al peso de una mirada suya.
Pero una parte de ella —pequeña, testaruda, humana— no podía evitar sentir algo extraño, antes ese silencio.

El carruaje avanzó durante horas.

Los paisajes cambiaron lentamente: los campos de lirios dorados se transformaron en llanuras grises cubiertas de bruma, y el aire fue perdiendo su dulzura, tornándose más frío, más pesado.

A veces, la luz del sol parecía filtrarse con dificultad, como si los propios cielos se resistieran a mirar hacia las tierras venitas.

—Mi señora… —Elara rompió el silencio, con voz vacilante— ¿Creéis que… que serán tan terribles como dicen?

Lía giró el rostro hacia ella.

—He aprendido que lo terrible depende del corazón que lo mire —respondió con calma, aunque sus palabras sonaron más como un intento de convencerse a sí misma que a la doncella.

Elara asintió y bajó la vista, apretando el manto sobre sus hombros.

Pasó más tiempo. El sonido constante de los cascos de los caballos y el balanceo del carruaje se mezclaban en un ritmo hipnótico, Lía apoyó la cabeza contra el cristal y cerró los ojos por un instante.

Deseó poder volar, como las aves que surcaban el cielo en dirección contraria. Sentir el viento en el rostro, la libertad del aire, el alivio de no pertenecer a ningún reino, a ningún juramento, pero ese deseo se deshizo tan rápido como había nacido, el destino ya estaba sellado.

Ella lo sabía.

El carruaje se sacudió al tomar un camino más estrecho, cubierto de raíces y piedras, el cansancio comenzaba a hacerse visible en sus rasgos, la piel pálida, los párpados pesados, el temblor casi imperceptible de sus manos.

—Deberíamos detenernos —susurró Elara, preocupada, golpeó suavemente el techo del carruaje, una señal para el conductor. Este asintió, y poco después el vehículo fue aminorando la marcha.

El sonido de los cascos se apagó.

A lo lejos, Kael giró la cabeza, sus ojos —oscuros, impenetrables— se posaron en el carruaje, y en ese solo gesto hubo algo tan autoritario que el aire pareció tensarse.
Avanzó hacia ellas con pasos firmes, el ruido metálico de su armadura rompiendo el silencio de la llanura.

Elara bajó del carruaje primero, haciendo una reverencia.

—Mi señor —dijo con respeto— La princesa… necesita un breve descanso, ha sido un viaje largo y…

—No —interrumpió él, sin alzar la voz, su tono fue seco, pero su mirada bastó para acallar cualquier réplica, se volvió ligeramente, sin mirarla aún, como si su sola presencia bastara para imponer su voluntad —Seguiremos el camino. Ya falta poco.

Lía lo observó desde el interior del carruaje.

Su rostro era una máscara de serenidad gélida, pero en su pecho algo ardió, un fuego que ni la fatiga ni el miedo pudieron sofocar.

Abrió la puerta y descendió despacio, con la dignidad de quien se niega a ser una figura dócil.

—¿Y si “poco” no es suficiente para los mortales, señor Kael? —preguntó con voz suave, pero firme.

Él giró la cabeza apenas un instante.

Sus miradas se encontraron, fue un choque silencioso, intenso, lleno de todo lo que no se decían, la suya, una mirada que contenía sombra y disciplina, la de ella, una mezcla de orgullo, vulnerabilidad y fuego contenido.

—Lo será —respondió él finalmente, antes de volver a su posición al frente de los jinetes.

Lía lo siguió con la vista mientras se alejaba.

Elara permaneció a su lado, temerosa, pero Lía solo suspiró y regresó al interior del carruaje. El vehículo se puso en marcha otra vez, y el paisaje comenzó a deslizarse como un sueño que se deshacía con cada kilómetro.




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