El camino hasta mis aposentos fue silencioso, interrumpido solo por el sonido tenue del drayen respirando contra mi pecho. Aún podía sentir la vibración de la energía en mis manos, el eco del entrenamiento y la mirada de Kael grabada en mi memoria como una sombra persistente, pero cuando crucé la puerta de mi habitación y la luz cálida de las lámparas me envolvió, el peso de todo lo ocurrido pareció desvanecerse poco a poco.
Me senté junto a la mesa, dejando que el drayen se acomodara sobre el mueble, sus alas y cola rozando ligeramente la madera, inquietas pero bajo control. Observé su pequeño cuerpo, ese animalito que en apariencia era inofensivo, y de repente recordé las palabras del consejero. “Crecerán hasta el tamaño de un corcel… y su fuego puede reducir fortalezas enteras”.
No pude evitar que un escalofrío recorriera mi espalda. Lo que en mis brazos parecía un ser diminuto y juguetón, capaz de acurrucarse y ronronear como un gato, guardaba en su interior un poder inimaginable. La idea de que aquel pequeño ser llegara a crecer y convertirse en algo tan formidable me hizo sentir un peso distinto, más intenso que cualquier entrenamiento con Kael: responsabilidad.
Lo miré fijamente y noté cómo su pelaje oscuro reflejaba la luz de la lámpara, por un instante, imaginé cómo sería verlo avanzar por los salones del castillo con el tamaño de un corcel, cómo sus llamas podrían iluminar —o destruir— todo a su paso, y aun así, allí estaba, confiando en mí, como si supiera que yo sería quien guiaría su fuerza.
El drayen giró la cabeza y me observó con esos ojos llenos de vida y fuego contenido. Un leve resplandor emergió de su garganta, y por un momento todo lo demás desapareció: no había intrigas, ni miradas envenenadas, ni entrenamiento agotador. Solo estaba él, y la certeza de que debía aprender a comprender, proteger y guiar ese poder que, aunque pequeño ahora, algún día podría cambiarlo todo.
No era un simple animalito, era un recordatorio de que, incluso lo aparentemente frágil, podía contener un poder capaz de sacudir los cimientos del mundo, y yo… tendría que estar a la altura.
Antes de sentarme, lo observé con detenimiento, sus ojos brillaban con una inteligencia que me sorprendía, y su respiración cálida contra mi pecho parecía acompañar cada latido mío, pequeño, inquieto, pero con un poder que podía sentir vibrar en su interior… necesitaba un nombre.
—Creo que te llamaré… Fénix —susurré, dejándolo posarse en mi regazo mientras sus alas se relajaban— Porque aunque eres pequeño ahora, algún día arderás con fuerza y renacerás más grande de lo que cualquiera podría imaginar.
El drayen giró la cabeza y emitió un pequeño crujido, como si aceptara el nombre, y un calor reconfortante me recorrió. Tenerlo cerca con un nombre propio hacía que todo pareciera menos intimidante, más cercano, casi… familiar.
Con Fénix acurrucado en mi regazo, me senté junto al ventanal, desde allí, el horizonte mostraba las montañas de los Venitas recortadas en la distancia, su silueta oscura contrastando con el cielo que empezaba a encenderse en tonos ámbar. No eran tierras muertas, como siempre había creído. Había belleza allí, una belleza diferente, oculta en los rincones, en la forma en que el viento danzaba sobre las torres, en la gente que luchaba y sonreía a pesar del peso de la oscuridad.
Elara dejó una bandeja con pan recién horneado y té sobre la mesa, se inclinó con suavidad y se retiró sin decir palabra. Agradecí el silencio. Necesitaba un respiro, un instante donde pudiera volver a ser solo Lía, sin títulos, sin destino, sin Luz ni corona.
Pensé en mi padre, en su voz grave, en las tardes en el jardín de cristal, pensé en mi hermana, en cómo solía reírse de todo, incluso de lo que debía temerse, el corazón me dolió con la fuerza de la distancia.
Tomé papel y pluma.
"Querida hermana,"
"No quiero que te preocupes. Estoy bien."
"Las tierras de los Venitas no son lo que imaginábamos. No están muertas, como nos contaron. Hay vida aquí… distinta, pero viva. En el mercado conocí a personas que me recordaron a nuestra gente: valientes, generosas, con esa chispa que ni la oscuridad puede apagar. Algunas doncellas del castillo también me han ofrecido su ayuda, su lealtad silenciosa, y aunque aún me siento extranjera entre estas paredes, empiezo a comprender que la bondad puede encontrarse incluso en los lugares más sombríos."
"La belleza aquí no se muestra como en nuestras tierras. No está en las flores o los colores del amanecer, sino en las sombras que se resisten a tragarse la luz. Y, de algún modo, eso también es hermoso."
"Espero que tú y padre estén bien. Que los campos sigan verdes y que los pájaros aún canten al caer la tarde. No sé cuándo volveré, pero quiero que sepas que pienso en ustedes cada día."
"Con todo mi cariño,
Lía."
Sellé la carta con cera y se la entregué a Elara, mi doncella de confianza, para que se asegurara de que llegara a su destino mediante un mensajero fiable. El drayen, enroscado sobre la mesa, observó el proceso con atención, como si comprendiera el valor de esas palabras.
La calma, sin embargo, duró poco.
Esa misma tarde, los susurros comenzaron, rumores que viajaban por los pasillos con la velocidad de un veneno invisible: disputas entre consejeros, maniobras políticas, alianzas rotas y nombres que no deberían pronunciarse en voz alta. La ausencia de las concubinas no evitaba que la tensión flotara en el aire; su destitución había dejado un vacío que otros buscaban llenar con ambición y recelo.
A medida que caminaba por los corredores, las miradas se volvían más evasivas, las reverencias más tensas, slgunos guardias desviaban la vista al cruzarse conmigo, otros apenas disimulaban la curiosidad.
Y entre esos murmullos, un nombre se repetía con creciente frecuencia: el mío.
—Dicen que la Luz de la extranjera está alterando los equilibrios —susurraban algunos consejeros al pasar— Kael la entrena en secreto —añadía otro, con voz cargada de cautela— Si no tuviera la protección del Guardián, no sabríamos qué esperar.