Dejé el pergamino sobre la mesa y respiré hondo, había hecho lo correcto, y aun así, algo en mi interior no encontraba reposo. La habitación estaba en silencio, apenas interrumpido por el suave ronroneo de Fénix, pero mi mente seguía inquieta, girando en torno a un solo pensamiento que me había estado evitando desde el amanecer.
Kael no había vuelto.
Hasta ese momento no me había permitido pensar en ello, había demasiadas cartas, decisiones, palabras que cuidar… pero ahora, con el castillo sumido en rumores y sombras, su ausencia se sentía más presente que nunca.
—Elara —llamé con voz baja.
La doncella apareció casi de inmediato, inclinando la cabeza con respeto.
—¿Sabes dónde está Kael? —pregunté, procurando que mi tono sonara más formal que preocupado, aunque ni siquiera yo me lo creí.
No era una pregunta casual, sabía que Elara, pese a su discreción, conocía los rumores que recorrían los pasillos como corrientes invisibles. Ella siempre se enteraba de lo que nadie se atrevía a decirme, y desde hacía días, me mantenían al margen de todo lo importante, como si mi voz —o mi presencia— debiera limitarse a las apariencias.
Elara dudó un instante antes de responder, bajando la mirada.
— Mi señora, hay informes de movimientos extraños en las defensas del norte. Se dice que una delegación de otra nación intenta cruzar las fronteras sin autorización.
Mi pecho se tensó.
—¿Está solo?
—Llevó a parte de la guardia y a los estrategas de confianza, pero… —Elara bajó la mirada— No se esperaba que la situación se complicara, aun así, llegará al caer el sol.
Asentí lentamente, aunque la inquietud ya se había instalado en mi pecho. No había manera de ocultarlo: su ausencia se sentía demasiado larga, demasiado pesada, y lo peor no era no saber qué ocurría en la frontera… sino que, de algún modo, empezaba a comprender que el silencio del castillo no era casualidad.
Kael, en la frontera.
El pensamiento se repitió una y otra vez, hasta convertirse en un eco persistente.
Fénix levantó la cabeza, sus ojos brillando como si también percibiera la tensión que se extendía en el aire. Me acerqué a la ventana y observé el horizonte teñido de tonos carmesí.
Y por primera vez desde que había llegado a estas tierras, comprendí que la paz que tanto anhelábamos pendía de un hilo tan delgado como el fuego que dormía bajo las alas de mi drayen.
El día se desangró lentamente sobre los torreones, tiñendo el cielo de un rojo profundo que parecía presagiar algo más que el ocaso. El castillo guardaba un silencio expectante, y yo, incapaz de permanecer entre muros que parecían susurrar secretos, dejé que mis pasos me guiaran hacia los jardines. Allí, entre sombras y destellos de luz dorada, el aire era distinto… más sereno, más real.
El jardín del castillo era distinto al de mi hogar, no había flores luminosas ni árboles de cristal como en las Tierras de las Hadas, pero había una belleza más profunda en su aparente sencillez: las enredaderas oscuras que se aferraban a los muros como si sus raíces guardaran secretos antiguos, los lirios de fuego que solo abrían sus pétalos cuando el sol comenzaba a morir, y el murmullo de las fuentes, suaves, casi como un suspiro.
Fénix revoloteaba entre los rosales, lanzando pequeñas chispas que se desvanecían en el aire antes de tocar el suelo, su alegría era contagiosa, y por primera vez en muchos días, sentí que el peso sobre mis hombros se aligeraba.
—No puedes prenderle fuego al jardín, ¿me oyes? —le dije con una sonrisa mientras él hacía un giro torpe en el aire.
La risa me escapó sin permiso, sonó extraña, ligera, y justo en ese instante la sentí—esa presencia silenciosa, firme, que parecía alterar el aire a su alrededor. Me giré lentamente.
Kael estaba de pie junto a uno de los arcos cubiertos de enredaderas, observándome. La luz del atardecer se filtraba entre las hojas, tiñendo de ámbar el borde de su armadura y suavizando la dureza habitual de su mirada.
—No sabía que la Luz también sabía reír —dijo con voz grave, sin moverse del sitio.
—Ni yo que la oscuridad supiera llegar sin ser anunciada —respondí, intentando mantener el mismo tono.
Sus labios se curvaron apenas, lo suficiente para que mi pecho se estremeciera. Caminó hacia mí con paso tranquilo, y Fénix, lejos de huir, se posó sobre su antebrazo, curioso.
—Vaya… parece que incluso el fuego confía en ti.
—El fuego reconoce el fuego —contestó
El silencio que siguió no fue incómodo. Era como si el jardín mismo contuviera la respiración, expectante. La brisa movió las hojas, y por un instante, creí ver cómo un leve resplandor, una energía tenue, dorada y azul oscuro, se extendía entre ambos, como si nuestras presencias hubiesen comenzado a reconocerse más allá de las palabras, más allá del deber.
Él bajó la mirada hacia el pequeño drayen que ahora se enroscaba sobre su mano.
—He oído lo que hiciste —dijo al fin, su voz sonaba distinta, más baja, más real— La carta que enviaste a tu padre, al consejo.
Me quedé inmóvil, por un instante creí haber escuchado mal, pero la firmeza en su mirada no dejaba lugar a dudas. ¿Cómo lo sabía? Esa carta había sido enviada en absoluto sigilo, sentí un nudo apretarse en mi pecho; incluso mis palabras escritas estaban siendo vigiladas.
Aun así, respiré hondo, obligándome a mantener la calma y la compostura que correspondían a mi rango.
—No podía quedarme callada —respondí, procurando que mi voz no temblara— Si alguien debía defender lo que estamos intentando construir… debía ser yo.
—Y lo hiciste —Su tono fue apenas un susurro, pero cargado de algo que no esperaba: respeto— No muchos se atreverían a desafiar a la reina madre.
—No muchos tendrían algo que perder si no lo hicieran —repliqué con suavidad, aunque la punzada de desconfianza seguía ardiendo bajo mis palabras.
Por un instante, mi mente volvió a aquella conversación, cuando él había dicho, con la misma calma con la que ahora me observaba, que las Tierras de las Hadas serían las más beneficiadas con esta alianza, entonces, sus palabras me habían dolido; ahora, sin embargo, solo me recordaban lo mucho que habíamos cambiado desde aquel día.