El destino de las hadas

Capítulo 13

El amanecer trajo consigo un aire diferente. Todo se movía con un silencio expectante, como si incluso las sombras contuvieran el aliento. En pocos días, la luz y la oscuridad serían coronadas juntas… y, aunque no lo dijeran, todos temían lo que eso podría despertar.

Las doncellas iban y venían en un torbellino de telas, perfumes y murmullos Elara entraba y salía cargando bandejas con telas, cintas, frascos de aceites y rollos de seda.

Sobre una mesa larga, extendido como un mapa de otro mundo, descansaba el vestido que había sido enviado desde las Tierras de las hadas, una obra viva. Hilos de plata y oro trenzados con polvo de luna, flores etéreas bordadas a mano por las tejedoras del Consejo de la Aurora, cada puntada contenía un sello antiguo que respondía al pulso mágico de quien lo portara.

Cuando pasé mis dedos sobre la tela, sentí una vibración cálida, casi un latido, mi reflejo en el espejo me devolvía una mezcla de nerviosismo y solemnidad.

A mi lado, Serah, siempre vigilante, siempre imperturbable, observaba sin hablar, sus ojos parecían medir cada movimiento, como si calculara cuánto de mí aún pertenecía a la luz… y cuánto había sido reclamado por las sombras.

—Las hilanderas del Norte tardaron tres días en tejer la bendición sobre la tela —murmuró Elara con reverencia— Dicen que solo la verdadera heredera de la Luz puede vestirlo sin ser consumida por su propia energía.

—Esperemos que no me consuma entonces —respondí, intentando una sonrisa que no llegó del todo a mis labios.

Fuera de la habitación, el sonido de tambores lejanos marcaba el ritmo de los preparativos. Los estandartes de ambos reinos se izaban juntos sobre las torres, el dorado y el negro entrelazados, como si intentaran convencerse de que podían coexistir. La ceremonia sería en poco tiempo, y el castillo entero respiraba una mezcla de respeto y desconfianza.

—La corte está en movimiento —dijo Serah finalmente— Los reyes invitados han llegado desde el amanecer, el padre de usted también.

Levanté la cabeza de golpe.

—¿Mi padre?

Asintió.

—Está reunido con la reina madre y con Kael en la cámara del consejo.

Un escalofrío recorrió mi espalda. La sola idea de mi padre, sentado frente a esa mujer de mirada gélida, me helaba la sangre.

—Supongo que el equilibrio diplomático se pondrá a prueba hoy — murmuré, más para mí que para nadie.

No tuve tiempo de seguir pensando, la puerta se abrió con un suave chirrido y una voz conocida rompió el silencio:

—¿Así que aquí estás, hermana?

Giré de inmediato.

Leonor estaba en el umbral, más alta que la última vez que la vi, aunque seguía teniendo ese aire delicado, casi etéreo, que siempre la distinguía. Su cabello, caía sobre los hombros con suavidad, y en sus ojos brillaba una mezcla de timidez y alegría contenida.

Corrí hacia ella sin pensarlo. Nos abrazamos con una fuerza que guardaba meses de distancia y una infancia entera.

—¿Qué haces aquí? —pregunté, apenas logrando controlar la emoción.

—Vine con padre —respondió en voz baja, como si temiera que alguien más la escuchara— No quería que viniera, pero… insistí.

Su sonrisa era pequeña, casi culpable, pero sus ojos decían más de lo que su voz se atrevía.

Reí suavemente, aliviada por su presencia. Era como una bocanada de aire cálido en medio del hielo.

Leonor paseó la mirada por la habitación con cautela, deteniéndose en el vestido extendido sobre la mesa, en las runas grabadas en el suelo, y en las doncellas que iban y venían sin atreverse a mirarnos directamente.

—No me gusta este lugar… —murmuró al fin, apenas audible— Es… demasiado silencioso.

Su mirada bajó un instante, y luego, con un hilo de voz, añadió:
—Y la reina madre… no me cayó muy bien.

Intenté mantener la compostura, pero una sonrisa se me escapó.

—Créeme, en eso estamos de acuerdo —susurré— Pero no lo digas tan alto; en este castillo hasta las paredes escuchan.

Leonor asintió enseguida, nerviosa, y apretó mis dedos entre los suyos.

—Lo sé… pero igual, me alegra estar contigo —dijo, y su voz se quebró apenas, como una caricia.

Apreté su mano en respuesta, sintiendo cómo la tensión de los últimos días se aligeraba solo por tenerla allí, tan pequeña, tan distinta del mundo oscuro que me rodeaba.

Su franqueza me recordó por qué la extrañaba tanto.
Nos sentamos en el diván junto al ventanal, donde el resplandor pálido del día se filtraba por las cortinas pesadas.

Leonor me observaba en silencio desde el diván, sus dedos jugando con un mechón de su cabello dorado, un gesto que siempre hacía cuando estaba nerviosa.

—Hermana… —dijo al fin, con esa voz suave que parecía una brisa más que un sonido— ¿Podrías llevarme a conocer el pueblo? Quisiera ver todo eso que contaste en tu carta.

Su petición me tomó por sorpresa.

Leonor rara vez pedía algo, siempre había sido la obediente, la que callaba cuando debía, la que no buscaba aventuras como yo. Por eso, verla con esa leve chispa de curiosidad en los ojos me conmovió más de lo que esperaba.

—¿El pueblo? —repetí, tratando de disimular mi sonrisa— Supuse que preferirías quedarte en el castillo, sobre todo con la coronación tan cerca.

Ella negó con un gesto delicado.

—No quiero que, cuando llegue ese día, solo recuerde los muros y las miradas frías. Quiero ver lo que tú viste cuando llegaste.

Respiré hondo. Aún recordaba el caos del mercado, la tensión, la sombra viva de Kael extendiéndose para imponer respeto.
Pero también recordaba las luces suspendidas, el contraste de vida y oscuridad, y entendí lo que ella buscaba: no conocer Venitas… sino conocer mi mundo.

—Está bien —dije finalmente— Pero iremos con escolta, y no saldremos del distrito interno.

Leonor asintió enseguida, complacida, sin rastro de desafío.
—Por supuesto. No haría nada que te preocupara.




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