—No puede obligarme… —dije en voz alta, aunque la vibración que recorría mi pecho delataba lo que ya sabía: sí podía hacerlo. Las palabras se sintieron extrañas al salir, como si el aire mismo dudara en sostener mi desafío, y el eco se deslizó por las paredes como un susurro que se quebraba contra los pilares, difuminándose entre la penumbra.
Mi protesta se perdió entre los cortinajes azul medianoche que caían como cascadas desde lo alto, cubriendo las ventanas con una opacidad suave que filtraba la luz de la luna en finos rayos plateados.
Cada pliegue del terciopelo parecía absorber mi voz, y al mismo tiempo amplificarla, devolviendo un eco que se retorcía entre las paredes, jugando con la gravedad de la estancia y haciendo que el silencio pareciera aún más denso, más profundo.
La habitación que compartía con mi hermana era un santuario… y al mismo tiempo, una prisión. Cada objeto, cada textura, contaba historias de grandeza y poder, pero también de encierro y control.
Me detuve un momento, mis dedos rozando la superficie pulida de una columna, y sentí el frío del mármol calar en mis huesos. La mezcla de miedo, ira y frustración hizo que mi aura se intensificara sin que pudiera controlarlo. Las velas parpadearon, y un extraño temblor recorrió la estancia. Era como si el castillo mismo respondiera a mi emoción, como si reconociera la fuerza contenida dentro de mí, la resistencia silenciosa que se negaba a someterse a un destino impuesto.
Cada hilo de luz que se filtraba entre los cortinajes parecía dibujar runas invisibles en el aire, runas que vibraban con mi indignación y que me recordaban que, aunque encerrada, todavía tenía poder.
Todo en aquella habitación hablaba de contraste: de belleza y opresión, de lujo y condena, de historias gloriosas atrapadas en tela y madera, y de una joven heredera atrapada en medio de todo ello.
La libertad era un eco lejano, un suspiro que solo se atrevía a hacerse audible en los momentos de desesperación, y esa noche, mientras mi voz resonaba entre las paredes, supe que ese suspiro era mío, que aunque intentaran obligarme… yo todavía podía sentir, resistir y, quizá, soñar.
—Baja la voz, alguien podría escucharte —murmuró Leonor, su voz era un hilo de aire. Sus grandes ojos verdes, reflejando el pánico de un ciervo, brillaron bajo la luz temblorosa del candelabro, de las dos, ella siempre había sido la obediente, la que callaba, la que se inclinaba sin levantar la vista.
—Mejor… que me escuchen —repuse, conteniendo el nudo de lágrimas que me quemaba la garganta, mi voz tembló como cristal al borde de romperse, odiaba mi propia naturaleza tanto como odiaba la decisión de nuestro padre.
Mi aura, imposible de contener, se extendió por la habitación como una neblina luminosa; las velas chisporrotearon y las cortinas se agitaron sin viento. Aquella chispa azulada delataba mi tristeza, mi frustración, mi furia, las runas de sellado talladas en las paredes vibraron levemente, como si el castillo mismo advirtiera el peligro de mi inestabilidad.
—Lía… si pudiera ocupar tu lugar… lo haría sin dudarlo —confesó ella con la voz quebrada. Su figura, tan frágil con apenas doce años, parecía un pajarillo atrapado en seda, sabíamos que era imposible, yo era la mayor, la prometida, ella, aún una niña.
Se levantó de su cama y se acurrucó a mi lado, como cuando éramos pequeñas. Sus dedos acariciaron mi cabello blanco suelto, igual que en las noches en que regresaba cubierta de barro tras escaparme al bosque, o cuando mi padre me reprendía por hablar demasiado con los guardias, para a él, yo era rebelde, para ella, libre. Pero esta vez no había pecado ni rebeldía, solo condena.
El peso del reino entero descansaba sobre mis hombros, como heredera, debía unirme al príncipe de la tierra maldita de los Venitas, demonios de sangre pura que durante siglos habían esclavizado a nuestro pueblo.
La paz era reciente y frágil. Los tratados de alianza habían puesto fin a la guerra, pero no al desprecio, y la solución del consejo, tan fría como el mármol, fue brutalmente sencilla: un matrimonio político, el regente de los Venitas… y la princesa heredera de las Hadas.
—Dicen que los demonios no aman —susurró Leonor, su voz temblorosa como una brisa helada entre los cortinajes. Sus ojos, grandes y llenos de temor, se fijaban en los míos, buscando algún reflejo de esperanza que no encontraba.
—Entonces estaremos igualados —respondí con amargura, dejando que mis palabras cayeran como una daga invisible entre nosotras. Mi voz sonaba dura incluso para mí misma, pero en el fondo sabía que aquel destino no estaba escrito solo por la fuerza, sino por lo que nos negábamos a sentir. La nieve que se arremolinaba fuera de la ventana parecía acompañar mi resentimiento, fría y silenciosa, como un espejo de lo que el futuro nos reservaba.
Ella escondió el rostro en mi hombro. Yo fijé la vista en la ventana, en el bosque que se extendía más allá de las murallas, cubierto por un velo de nieve pálida, a lo lejos, la luz de las torres de vigilancia titilaba como luciérnagas, era el mismo paisaje que había contemplado durante años… y, sin embargo, esa noche todo parecía distinto.
Mis dedos arrugaron la seda de mi bata mientras Leonor seguía acariciando mis trenzas deshechas, al amanecer iniciarían los preparativos, la ceremonia sería al caer el sol, y él llegaría, el demonio, el heredero de Venitas, un ser tan temido que incluso su propio pueblo lo llamaba la Sombra de la Muerte.
No podía aceptar ese destino.
Cuando las luces del castillo se extinguieron y los candelabros se apagaron uno a uno, Leonor cayó en un sueño profundo, abrazada a su muñeca de lino, me quedé despierta, escuchando el crujido de las vigas, el lejano murmullo de los centinelas. El reloj ancestral dio la medianoche.
Me puse de pie, el corazón martilleándome las costillas, saqué del escondite la ropa oscura que había preparado esa mañana: un vestido sencillo de lana, botas gastadas, una capa con capucha, m vestí en silencio, cada prenda era una decisión, cada hebilla un adiós.