El destino de las hadas

Capítulo 17

La luz de la mañana se filtraba a través de los cortinajes, bañando la habitación con un resplandor cálido que parecía limpiar los restos de la batalla. Abrí los ojos despacio, sintiendo el cuerpo ligero, renovado. La energía volvía a fluir en mí con la suavidad de una corriente que regresa a su cauce, y por primera vez en días, respiré sin dolor.

Me incorporé lentamente, dejando que las sábanas cayeran hasta la cintura, el silencio de la estancia era sereno, roto solo por el canto distante de los pájaros y el murmullo del viento. Giré el rostro hacia el ventanal, y mi mirada se detuvo en el sitial de madera oscura junto a la ventana, el mismo donde Kael había pasado la noche anterior, inmóvil, vigilante.

Pero ahora estaba vacío.

El cojín aún conservaba el leve hundimiento donde él había estado, y su capa negra descansaba doblada sobre el respaldo, un detalle pequeño, casi imperceptible… pero que hablaba de su presencia tanto como su ausencia.

Antes de que pudiera incorporarme del todo, las puertas se abrieron con un suave crujido. Dos doncellas entraron con pasos silenciosos, llevando una bandeja con frutas, pan y miel, mientras otras preparaban la bañera con agua tibia y flores frescas, el vapor se alzó, llenando la habitación con un aroma dulce y ligero.

—Su Alteza, el baño está listo —dijo una de ellas, inclinándose con respeto.

Asentí, distraída, todavía mirando el lugar donde Kael había estado.

—¿Dónde está? —pregunté sin pensarlo, mi voz más baja de lo que pretendía.

Hubo un breve intercambio de miradas entre las doncellas antes de que una respondiera.

—Partió al amanecer, mi señora, desde muy temprano está en los límites del reino, ayudando con los soldados y los guardianes a restaurar las murallas, también están reforzando el escudo mágico.

Me quedé en silencio un instante, procesando sus palabras. La imagen de Kael el demonio oscuro de los Venitas, el guerrero temido incluso por su propio pueblo ayudando a reconstruir con sus propias manos lo que la guerra había dañado, me resultó casi irreal.

Asentí en silencio, mientras las doncellas me ayudaban a incorporarme, el suelo frío bajo mis pies me devolvió por un momento a la realidad, caminé hasta la bañera y dejé que el agua tibia envolviera mi cuerpo, sintiendo cómo el cansancio remanente se disolvía poco a poco.

Las doncellas se retiraron unos pasos, respetando mi silencio, cerré los ojos, dejando que el murmullo del agua se mezclara con mis pensamientos. A pesar de su rudeza, de su poder oscuro, Kael estaba allá afuera… protegiendo el reino.

El mismo hombre al que me habían enseñado a temer, el que alguna vez fue símbolo de destrucción, ahora era quien velaba por nuestra seguridad.

Y aunque no lo admitiría en voz alta, una parte de mí lo sabía: mientras él siguiera ahí, nada podría quebrar las murallas… ni las que rodeaban el reino, ni las que empezaban a caer dentro de mí.

El agua tibia resbalaba por mi piel, llevándose los últimos vestigios del cansancio, cerré los ojos un momento, dejando que el aroma de las flores y las hierbas me envolviera. Aun así, por más que intentara disfrutar del sosiego, una inquietud persistía en mi pecho, necesitaba verlo con mis propios ojos, necesitaba saber que el reino… que mi gente, estaba realmente a salvo.

No podía quedarme ahí, reposando entre sábanas perfumadas mientras afuera se levantaban los restos de una guerra.

Cuando el baño terminó, las doncellas se apresuraron a ayudarme a vestir. Eligieron un vestido ligero de tonos suaves, fácil de mover y adornado apenas con un cinturón de hojas plateadas, me trenzaron el cabello con esmero, pero mi mente estaba en otra parte, impaciente, apenas colocaron el último broche, me levanté.

—No tomaré el desayuno aún —dije, y una de ellas alzó la mirada, sorprendida.

—Su Alteza, el general fue claro, debía descansar.

—Estoy descansada —interrumpí con suavidad, pero con firmeza.

El pasillo del castillo me recibió con un silencio nuevo. No era el silencio del miedo ni el del duelo, sino el de un amanecer después de la tormenta. Caminé despacio, dejando que mis pasos resonaran entre los muros restaurados.

Cuando crucé las puertas que daban al exterior, la luz me cegó por un instante, el aire olía a tierra húmeda y a hojas frescas; el mismo aire que había sentido cuando llegamos, solo que ahora no traía el sabor del miedo.

Desde lo alto de las escalinatas, mi mirada se extendió por todo el valle. Las torres, que la noche anterior lucían heridas, ya no mostraban las grietas visibles del combate, los muros resplandecían con una pátina dorada de magia, evidencia del trabajo conjunto entre soldados y guardianes.

Y más allá, entre el bullicio de voces, vi a los habitantes del reino moverse sin prisa, algunos reparaban los puestos del mercado, otros barrían los restos del polvo de batalla. No había llanto ni caos, había calma, había vida.

Inspiré hondo, la paz se podía respirar.

Por un instante, todo lo que habíamos soportado pareció valer la pena, a pesar del daño, la belleza seguía ahí, suspendida entre el canto de los pájaros y la luz que se filtraba entre los árboles encantados. El Reino de las Hadas seguía en pie.

Y aunque aún no lo veía, supe que Kael estaba en alguna parte, mezclado entre ellos, cumpliendo su palabra.

Velando mis sueños, velando los de todos.

Pasaron algunas horas antes de que el sol alcanzara su punto más alto, yo había dejado atrás los corredores del castillo para unirme a las labores de las hadas en los jardines y las plazas, no podía quedarme quieta; verlas trabajar, con sus manos pequeñas y alas relucientes, restaurando la armonía del lugar, me llenaba de un orgullo silencioso.

El canto de los hechizos se mezclaba con el sonido del agua de las fuentes, y la magia flotaba en el aire como polvo de luz, algunas replantaban flores encantadas; otras, reparaban conjuros de protección, yo me arrodillé junto a una de ellas para ayudar a recomponer el cauce del arroyo sagrado, sintiendo el fluir del agua fría entre mis dedos.




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