El destino de las hadas

Capítulo 18

El viaje fue largo, pero no pesado, a medida que el paisaje cambiaba, las praderas luminosas del Reino de las Hadas quedaron atrás, dando paso a las montañas oscuras y los valles cubiertos por neblina plateada que anunciaban la llegada al Reino de los Venitas. Sin embargo, esta vez, no había temor en mi pecho, lo que antes había sentido como un lugar maldito, hoy me parecía un reino lleno de fuerza contenida, de una belleza distinta… silenciosa, profunda.

El cielo, teñido de matices rojizos, se abría sobre nosotros como un manto de fuego, y a la distancia, las torres del palacio emergían entre la bruma, los estandartes ondeaban con solemnidad, y a su alrededor, el movimiento era incesante.

Las calles del reino bullían de vida, doncellas, obreros y guardianes se movían de un lado a otro, colgando telas, encendiendo antorchas, puliendo los corredores de piedra oscura. Había tensión, sí, pero también una emoción contenida que se respiraba en cada rincón, después de tanto caos, por fin se preparaban para algo distinto: una coronación.

Nuestra coronación.

A medida que avanzábamos, las miradas se posaban sobre nosotros, algunos inclinaban la cabeza con respeto, otros con curiosidad, ver a Kael, el que había devuelto la estabilidad al reino, cabalgar a mi lado, y a mí una princesa de la luz junto a él, era una imagen que desafiaba siglos de historia, y aun así, el silencio que nos recibió no era de miedo, sino de aceptación.

El palacio de los Venitas se alzaba imponente, tallado en piedra negra y decorado con cristales que reflejaban la luz del atardecer como brasas vivas. En lo alto de las escalinatas, aguardaban las figuras que marcaban el fin de nuestro viaje.

El padre de Kael, el rey anterior, aunque ahora más un símbolo que un soberano estaba de pie con porte sereno, acompañado por la reina madre. A su lado, algunos consejeros, los guardianes del fuego y del hierro, y al lado de ellos, mi padre.

Descendí del caballo con ayuda de Kael, su mano, firme y cálida, me sostuvo un segundo más de lo necesario, sus ojos grises se cruzaron con los míos, y en ese breve instante, todo el cansancio, todo el peso de lo vivido, pareció disiparse.

Nos acercamos juntos a las escalinatas, los murmullos se apagaron cuando el padre de Kael dio un paso al frente, su voz grave resonó entre los muros del palacio.

—Hoy no solo celebramos la restauración del reino de las hadas, dijo, sino el equilibrio que el destino quiso devolvernos. Luz y sombra unidas… en un solo trono.

Las palabras se expandieron como un eco antiguo, cargadas de significado.

Mi padre se acercó y tomó mis manos entre las suyas, su mirada reflejaba orgullo, pero también una emoción que intentaba ocultar.

—Has crecido más de lo que imaginé, Lía —susurró— Has traído esperanza donde antes solo había miedo.

Asentí, apenas conteniendo las lágrimas.

—No fui yo sola, padre… —dije, mirando de reojo a Kael— Fue él.

Kael no respondió, pero su mirada lo dijo todo.

A nuestro alrededor, los sirvientes se movían con precisión, decorando el gran salón donde la ceremonia tendría lugar esa misma noche. Había flores oscuras que destellaban con un brillo carmesí, antorchas encendidas con fuego encantado y estandartes que mezclaban los colores de ambos reinos.

Por primera vez, no parecían opuestos, se complementaban.

Mientras los preparativos continuaban, los consejeros se acercaron a Kael para confirmar los protocolos del rito. Yo, en silencio, observaba cómo el crepúsculo teñía las murallas del palacio, la luz se deslizaba sobre la piedra, creando reflejos que parecían latir.

Kael se volvió hacia mí, con ese gesto sereno que solo él podía tener incluso ante la solemnidad de un reinado.

—Al final llegamos —dijo con voz baja, apenas audible.

Sonreí, incapaz de contener el temblor en mis labios.

—Y esta vez… no hay oscuridad esperándonos.

Él me sostuvo la mirada, y una chispa de ternura cruzó su semblante.

—No —respondió— Solo un nuevo comienzo.

Y mientras los sonidos del palacio se mezclaban con la brisa y las campanas anunciaban el inicio de la ceremonia, comprendí que aquel reino, antes temido por muchos, se preparaba para algo más grande que la coronación de un rey y una reina.

Se preparaba para el renacer de una historia que jamás volvería a contarse por separado.

El bullicio del palacio quedó atrás cuando crucé los corredores escoltada por dos doncellas del reino. Las antorchas de fuego azul iluminaban los muros, proyectando sombras que danzaban con una calma solemne. Podía sentir en el aire la expectación que precede a los grandes acontecimientos; cada rincón del castillo vibraba con una energía contenida, como si el mismo reino esperara respirar al unísono con nosotros.

Al abrirse las puertas, un grupo de doncellas aguardaba ya dentro, inclinándose con respeto antes de acercarse con sus manos hábiles y cuidadosas. Sobre la cama reposaba el vestido que el Reino de la Luz había enviado días antes, cuidadosamente protegido en un cofre de cristal y magia.

Era una obra de arte, cada pliegue destellaba con tonos plateados y suaves reflejos dorados. Los bordes estaban bordados con símbolos antiguos que representaban la unión de los dos mundos.

—Es hermoso —susurré nuevamente, sin poder apartar la vista.

Las doncellas con movimientos delicados, deslizaron sobre mi piel la tela luminosa que se ajustaba a mi figura con suavidad. Sentí el peso leve del manto, la frescura del tejido, y cómo la magia incrustada en cada hilo parecía reconocerme, envolviéndome con un calor sereno.

Mientras las doncellas trenzaban mi cabello, una risa familiar me hizo girar.

—Sabía que lograrías llegar a tiempo —dijo una voz llena de alegría.

—Leonor… —susurré, dejando escapar una sonrisa que me salió del alma.

Mi hermana estaba de pie junto a la entrada, con su porte sereno y una luz en los ojos. A su lado, Fénix, se movía con entusiasmo antes de correr hacia mí. Lo tomé en brazos y él emitió un suave sonido, cálido, casi como un ronroneo que me envolvió el corazón.




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