El viaje hacia el Reino de las Hadas fue diferente a cualquier otro que hubiera vivido. No había prisa, ni cansancio, ni heridas invisibles intentando cerrarse, esta vez, el aire estaba impregnado de aromas dulces, los prados se extendían como un océano esmeralda y el murmullo de los árboles antiguos parecía entonar un canto suave que reconocía nuestro regreso.
Yo viajaba en el carruaje real, protegida por cortinas de tela fina que dejaban pasar la luz como un susurro dorado. En mis brazos dormía nuestro pequeño heredero, envuelto en una manta donde los símbolos de luz y fuego se entrelazaban, anunciando el futuro de dos reinos que ya no se enfrentaban, sino que caminaban juntos.
El carruaje avanzaba con elegancia sobre el camino empedrado, escoltado por soldados con armaduras brillantes y estandartes al viento. La procesión era imponente, pero mi mirada se detenía siempre en él.
Kael cabalgaba al frente.
Su caballo oscuro, alto y poderoso, se movía con la misma solemnidad que él. La capa de Kael, bordada, ondeaba con la brisa como una llama viva, desde mi ventana abierta, podía verlo girar la cabeza de vez en cuando, asegurándose de que yo y el niño estuviéramos bien.
No necesitaba tocar mi mano para transmitirme seguridad; su sola presencia bastaba, su postura era firme, pero no rígida, era atención, era cuidado, era amor convertido en guardia.
La columna de soldados detrás de él avanzaba en perfecta formación, lanzas en alto, escudos pulidos reflejando el sol, como si el mundo entero fuera testigo de un juramento silencioso: no habría nada ni nadie que nos hiriera nunca más.
Miré a nuestro hijo, sus pequeños dedos cerrados en un puño contra la manta.
—Estamos volviendo a casa —susurré, aunque él no pudiera oírme.
Y en lo profundo de mí, supe que no solo regresábamos como reyes, regresábamos como familia, como promesa cumplida, como destino sellado.
El carruaje avanzaba con suavidad, aunque yo todavía sentía el leve vaivén del camino. Tenía una mano apoyada en la baranda interna, más por costumbre que por necesidad. Kael cabalgaba justo a mi lado, tan cerca que podía ver la manera en que sus dedos sostenían las riendas con firmeza, atento a cada detalle del entorno.
—No voy a caer —murmuré con una sonrisa leve, sin querer romper la serenidad de aquel momento.
Él giró el rostro apenas, lo suficiente para que nuestras miradas se encontraran, la calidez en sus ojos habló más que cualquier palabra, como siempre lo hacía.
—Lo sé —respondió con esa voz grave que parecía sostener el mundo—Pero no voy a arriesgarme.
No era temor, era amor, amor hecho constancia, amor que había aprendido a ser suave sin dejar de ser fuerte, amor que no necesitaba demostrar nada para sentirse verdadero.
Extendí mi mano fuera del carruaje y él la tomó sin dudar, cubriéndola con la suya, su tacto era firme, cálido, seguro, la clase de seguridad que no se exige, sino que se ofrece.
Apreté sus dedos suavemente.
—Confío en ti —susurré.
Él exhaló, un poco, como si esas palabras hubiesen liberado un nudo que nunca me dijo que existía. Sus hombros se aflojaron, infinitesimalmente, pero suficiente para que yo lo notara.
A nuestro lado, el ejército avanzaba en silencio respetuoso, delante, su capa ondeaba como una bandera de fuego, y en mis brazos, nuestro hijo dormía ajeno a todo, protegido por más que escudos o muros, protegido por nosotros.
Las puertas de cristal del Reino de las Hadas se abrieron ante nosotros en un resplandor que no cegaba, sino que envolvía, cálido, como si la luz misma nos reconociera.
La caravana se detuvo lentamente, el silencio que siguió no fue frío ni tenso, sino reverente.
Kael tiró de las riendas de su caballo oscuro, haciendo que se calmara con un leve movimiento. Era una figura imponente, no por la guerra que había librado, sino por la paz que ahora llevaba consigo, bajó con la misma facilidad con la que otros respiran. La capa se abrió tras él con la brisa, como una llamarada que no amenazaba, sino que custodiaba.
Se acercó al carruaje, su presencia llenando el espacio antes incluso de que lo tocara, abrió la puerta con cuidado, sin prisa, como si ese simple gesto fuera un voto silencioso.
—Dámelo —dijo en voz baja, no fue una orden, fue cuidado.
Le entregué a nuestro hijo y él lo sostuvo con una delicadeza que nunca habría imaginado el día en que lo conocí por primera vez, su mano grande se curvó detrás de la cabeza del pequeño, protegiéndolo con una devoción que tenía más fuerza que cualquier juramento. Luego me ofreció su otra mano.
Su mirada me sostuvo, no la de un rey, no la de un guerrero, la de un hombre que me había elegido.
Descendí apoyando mis dedos en los suyos, sintiendo el suelo del reino que me vio nacer vibrar bajo mis pies, como si saludara mi regreso, y entonces ellas aparecieron.
No criaturas efímeras, sino mujeres y hombres de luz, de presencia serena, etéreos sin ser frágiles. Vestían tonos perlados, suaves, que reflejaban colores que no existían en ningún otro lugar.
Se acercaron, lleno de asombro, alegría y algo más profundo: reconocimiento.
—Lía ha vuelto —sus voces se unieron, no como canto infantil, sino como coro suave, pleno, que hacía vibrar el aire como un templo vivo, y entonces lo vi.
Mi padre caminaba hacia nosotros por el puente de piedra luminosa, su presencia no imponía, abrazaba. Su túnica clara se movía con el viento y, por primera vez en tanto tiempo, su sonrisa era completa, real.
Cuando llegó hasta mí, sus brazos se abrieron, pero no me envolvieron como solía hacerlo. Esta vez se detuvo apenas un instante, observando mi vientre con una mezcla de asombro y ternura.
Luego me abrazó con cuidado, rodeándome por los hombros y la espalda, sosteniéndome como si temiera quebrar algo precioso. Su mejilla descansó contra mi sien, y su respiración tembló apenas.