El destino de las hadas

Capítulo 19

La luz del amanecer se colaba apenas por la ventana, dibujando franjas doradas sobre el suelo de madera y acariciando suavemente la cuna. Me senté junto a ella, inmóvil, con las manos apoyadas sobre mi regazo, observando cómo mi pequeño respiraba tranquilo, envuelto en mantas suaves, dos años habían pasado desde aquel primer encuentro con la vida, y cada día sentía que el amor que le profesaba crecía como un río silencioso, constante y profundo.

Lo miraba dormir, con el rostro relajado, los labios entreabiertos, y de vez en cuando sus manitas se movían en pequeños gestos inconscientes, contenía la respiración, como si cualquier sonido pudiera perturbar la serenidad de este instante.

La paz de mi hijo llenaba la habitación de un aura cálida y protectora, y por un momento olvidé los castillos, los reinos y las alianzas que había tenido que forjar. Solo existía él: mi pequeño, mi chispa de luz en medio de un mundo que exigía tanto.

Pero ahora, además de él, sentía otro latido dentro de mí, un segundo hijo crecía silencioso, y con cada movimiento, con cada pequeño golpe que sentía en mi vientre, se recordaba a sí mismo como parte de nuestra familia. Kael y yo hemos hablado tantas veces sobre este momento, imaginando que sería una niña, la idea llenaba mi corazón de ternura y de ilusión, sentir la vida de mi hija aún no nacida junto a la de mi hijo era un privilegio que me arrancaba sonrisas silenciosas.

Fénix revoloteaba cerca, lanzando pequeñas chispas doradas que se desvanecían en el aire, el drayen parecía comprender la importancia del silencio. Se posó suavemente en el borde de la cuna, inclinando la cabeza, como si quisiera asegurarse de que el niño estuviera seguro, sonreí levemente, acariciando también mi vientre redondeado, compartiendo con mi hijo la noticia de su futura hermana.

Recordé todas las noches que pasé velando su sueño, las canciones suaves que le canté, y cómo incluso en los momentos más oscuros, él había sido un faro que me recordaba lo que realmente valía la pena proteger.

—Pequeño —susurré, acariciando con delicadeza su mejilla— Eres lo más precioso que tenemos.

Movió los labios en un gesto que casi parecía una sonrisa dormida, y sentí que mi alma se llenaba de un calor que ninguna corona ni título podría otorgarme. Me incliné un poco más cerca, respirando el aroma a infancia, a piel limpia y a mantas recién lavadas, y cerré los ojos un instante, agradeciendo en silencio por aquel regalo.

El sonido de un pájaro entrando por la ventana rompió el silencio, y abrí los ojos, contemplando la delicadeza de la mañana. Afuera, en la tierra de los Venitas, los colores estallaban vivos: flores extrañas que brillaban, árboles de corteza plateada que se mecían suavemente con el viento, y pequeños riachuelos que reflejaban la luz como espejos líquidos. La naturaleza parecía celebrar la vida que crecía dentro de mí, mezclando la magia del lugar con la promesa de mi segunda hija.

Me incliné hacia la cuna, depositando un beso sobre la frente del niño, y mi corazón se llenó de una certeza tranquila: mientras él estuviera allí, mientras nuestra familia permaneciera unida, nada sería imposible. La paz, la felicidad y el amor eran frágiles, sí, pero también eran mi fuerza más poderosa.

En aquel instante, el mundo parecía reducido a este cuarto bañado por la luz del amanecer, a mi hijo, a la niña que aún dormía en mi vientre, y al hombre que me sostenía desde las sombras: Kael.

Me quedé un largo rato observando, absorbiendo cada detalle, cada respiración, cada pequeño gesto de mi hijo.

Imaginé a los dos niños jugando juntos entre los jardines de los Venitas, rodeados de flores de todos los colores, con Fénix revoloteando sobre ellos, y Kael vigilando desde la distancia, pero siempre cerca, como un faro silencioso, y aunque la vida seguía exigiéndome deberes y decisiones difíciles, este momento era solo mío: un instante de calma, de amor puro, de esperanza que brillaba con fuerza incluso en la penumbra más tenue.

Porque en este cuarto, entre la luz dorada, los suaves destellos de magia de Fénix y el murmullo del bosque cercano, comprendí que la verdadera corona no estaba en mi cabeza, ni en la de Kael. Estaba allí, entre mis brazos, en la sonrisa dormida de mi hijo, en la vida que crecía dentro de mí, en el futuro que juntos protegeríamos con todo lo que éramos.

El sonido suave de pasos se hizo perceptible en el corredor, la silueta de la reina madre se recortaba contra la luz del pasillo, y por un instante, sentí una mezcla de sorpresa y calidez. Su rostro, antaño severo y distante, ahora mostraba suavidad y un brillo de orgullo contenido.

—Lía —dijo con voz baja, como si temiera perturbar la quietud de la habitación— No quería interrumpir.

Me giré hacia ella, sonriendo —Nunca interrumpes, madre —Mi mano se posó en mi vientre, recordando la nueva vida que crecía junto a nosotros.

La reina madre caminó despacio, casi flotando sobre la alfombra, hasta inclinarse sobre la cuna. Sus ojos se suavizaron al ver a mi hijo dormir, tranquilo, con las mejillas sonrosadas y los pequeños puños cerrados sobre la manta, un leve suspiro escapó de sus labios.

—Es… —comenzó, con una mezcla de sorpresa y ternura—… tan tranquilo, tan… sereno, cómo ha crecido.

Asentí, dejando que sus manos descansaran brevemente sobre la baranda de la cuna —Sí, dos años han pasado desde aquel primer día, cada día me sorprende más con su curiosidad y su alegría.

La reina madre me lanzó una mirada cargada de afecto, y por primera vez sentí que toda la distancia y los malentendidos del pasado se disolvían en la calidez de aquel instante —Y tú, Lía —preguntó, inclinando ligeramente la cabeza— cómo te sientes ¿Los malestares de tu embarazo han seguido?

Me llevé una mano a la barriga, donde la pequeña comenzaba a moverse, como si quisiera saludar a la reina.

— Los malestares han continuado, y algunos días son más difíciles que otros, pero cada movimiento me recuerda que todo vale la pena. La reina madre sonrió, un gesto genuino que iluminó su rostro.




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