LINDA
Corría por la calle con Tomás de la mano, apurándolo lo más que podía sin que se tropezara. Las agujas del reloj avanzaban más rápido que mis pasos, y otra vez se me había hecho tarde para llevarlo a la escuela.
—¡Mamá! —dijo Tomás entre risas—. ¡Estás corriendo como si fuéramos a perder el avión!
—¡Casi que sí! —le respondí sin aliento—. Si no llegamos pronto, perderás la primera hora, y la señorita Clara se va a enojar.
Tomás soltó una risita, como si todo fuera un juego. Y aunque mis pulmones ardían, me obligué a sonreír. El sonido de su risa era una pequeña victoria en medio de mis días caóticos.
—Mamá... —me dijo más serio ahora, mientras subíamos las gradas de la entrada del colegio—. ¿Cuándo regresa mi papá?
Sentí el nudo en la garganta. Había aprendido a esconderlo bien, a tragarme las palabras que querían salir con dolor, pero no podía evitar que cada vez que él preguntaba, mi corazón se encogiera.
—Tu papá está de viaje, mi amor. Volverá pronto.
—Pero ya ha pasado un montón...
Lo abracé con fuerza, acariciándole el cabello.
—Confía en mí, ¿sí? Ahora entra y pórtate bien. Hoy tienes clase de dibujo, ¿verdad?
Él asintió, aunque no tan convencido como otras veces. Me despedí de él con un beso en la frente y lo vi entrar al edificio, con su mochila casi más grande que él.
Mientras caminaba hacia la empresa, el viento fresco de la mañana me despejaba un poco la mente. Había pasado un mes desde que Aaron recuperó su cuerpo. Un mes desde que volvió de la nada, con el mismo rostro, la misma voz, pero sin una sola memoria de todo lo vivido.
Solo apareció en la empresa una vez, como un fantasma corporativo, para firmar unos papeles y luego desaparecer de nuevo. Todo el equipo seguía trabajando, como si nada hubiese pasado. Y yo... yo seguía como jefa del departamento financiero, fingiendo todos los días que no me dolía.
Al llegar al edificio, me ajusté la chaqueta y me mentalicé para otro día lleno de trabajo. Pero no esperaba encontrarme con alguien esperándome justo en la entrada.
—Señorita Linda—dijo el comandante Sandoval, con su postura recta y su expresión difícil de descifrar.
—No sé nada —le dije antes de que abriera la boca—. No insista. No sé dónde está Pablo. No sé qué pasó con él. Y no tengo idea de cómo es que Aaron Lancaster regresó a la vida.
Él alzó las manos en señal de paz.
—No vine a interrogarla. Bueno, no por eso.
Lo miré con recelo. Sandoval siempre tenía una agenda oculta.
—Entonces, ¿a qué vino?
—Roxana y yo... nos divorciamos. Se fue de la casa y se llevó a nuestro hijo
Mi ceño se frunció sin que pudiera evitarlo. No esperaba esa confesión.
—Lo lamento —le dije con frialdad—. Pero más lo lamento por su hijo. Es él quien pagará las consecuencias de sus decisiones.
El comandante bajó la vista por un instante, como si mis palabras lo hubieran golpeado más de lo que esperaba. Luego levantó la mirada y me preguntó:
—¿Sabe cuándo regresará Aaron Lancaster?
Respiré hondo, cerrando los ojos por un segundo.
—No voy a decirle nada. Así que deje de molestarme.
—Perdón... —dijo él, sincero—. Solo... quería invitarla a cenar. No es una cita. Solo... necesito hablar con alguien. La casa está vacía. Todo se siente extraño.
Lo observé en silencio por unos segundos. Era un hombre quebrado. No por Roxana, quizá. Sino por todo lo que había perdido. Y yo lo entendía. Pero no podía arriesgarme.
—Solo si prometes no hablar de Pablo ni de Aaron.
Él asintió de inmediato, como si fuera un trato más que justo.
—Gracias, Linda.
No respondí. Solo subí los escalones hacia mi oficina y lo dejé atrás. En el elevador, me vi reflejada en el espejo de las puertas. Parecía más vieja que hace un mes. O tal vez era el cansancio emocional acumulado.
El comandante me había estado buscando desde hacía semanas. Me hacía preguntas una y otra vez. ¿Dónde estaba Pablo? ¿Cómo era posible que Aaron estuviera vivo? Y yo... yo tampoco tenía respuestas. Solo tenía silencio.
Al llegar a mi cubículo, revisé rápidamente los documentos. Tenía que dejar los informes del trimestre en la oficina de Aaron. Aunque vacía, su sustituto los necesitaba esa misma mañana.
Tomé la carpeta y me dirigí por el pasillo. Marta, la asistente de contabilidad, salió a mi encuentro.
—¡Linda! Necesito hablar contigo. Es urgente.
—Solo voy a dejar esto en el escritorio. Luego hablamos, ¿sí?
—¡Es que es sobre...!
No escuché el resto. Caminé decidida, sin detenerme, ignorando su voz tras de mí. Giré el picaporte y entré a la oficina.
Todo estaba igual. El aroma tenue de madera y papel seguía ahí. Las luces apagadas. Un escritorio pulcro. Solo una foto, la de Aaron, sonriendo con aquel rostro que aún me atormentaba.
Sentí rabia. Una rabia contenida que llevaba semanas luchando por salir. Me acerqué, dejé la carpeta sobre el escritorio y murmuré:
—Maldito Aaron.
Y entonces lo escuché.
Una voz grave, profunda, suave... familiar.
—Siempre me gustó cuando decías mi nombre así…
Me paralicé.
El asiento giró con lentitud, revelando su figura. Aaron estaba sentado ahí, observándome con una media sonrisa en los labios.
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¡¡¡¡¡Ayyyy!!!!