Aaron
—Siempre me gustó cuando decías mi nombre así —murmuré, con un dejo de cansancio mientras sostenía el teléfono entre mis dedos.
—¿Y entonces cuándo volveremos a vernos? —preguntó la voz dulce del otro lado de la línea. Ni siquiera recordaba su nombre con claridad. ¿Lucía? ¿Luisa? No importaba.
—Pronto —respondí, tan cortés como podía fingirlo.
Ni siquiera entendía por qué había contestado. Solo habíamos salido una vez. Una cena. Una noche banal entre copas y conversaciones vacías. Ella parecía haber interpretado aquel gesto como una promesa de algo más. Me parecía ridículo. El amor no era algo que estuviera en mis planes, ni ahora ni nunca. No cuando apenas podía recordarme a mí mismo.
En cuanto colgué, bloqueé el número sin titubear. Di un largo suspiro, incliné mi espalda en el respaldo del sillón de cuero, y dejé escapar el aire como si con él pudiera expulsar también el hastío. Levanté la vista, dispuesto a regresar a los documentos sobre la fusión con la empresa de exportaciones… pero entonces la vi.
Una mujer estaba parada frente a mi escritorio, en silencio. Alta, elegante, con un vestido sobrio y postura firme. Pero fue su mirada la que me detuvo: oscura, profunda, algo en ella removió un rincón de mi mente que no sabía que existía. Me senté recto, abriendo los labios para preguntar su nombre… pero la puerta de la oficina se abrió con torpeza.
—¡Disculpa, Aaron! —exclamó un hombre mientras se acercaba—. Ella vino a entregarme el último informe financiero. Yo… pensé que ya te habías ido.
Jaime. Lo reconocí al instante. El hombre que había ocupado mi puesto en la empresa durante los meses en que todos creyeron que yo estaba muerto. Él tenía el porte de alguien que se acomodaba rápido en los tronos ajenos.
—Linda, después vemos lo de las cifras del último trimestre —añadió, volviéndose hacia ella con una sonrisa amable.
¿Linda? El nombre rebotó en mi cabeza como un eco lejano. Me sonaba familiar. Demasiado familiar.
Ella me lanzó una mirada fugaz. Había algo triste en sus ojos. ¿Por qué titubeaba? ¿Por qué me observaba como si me conociera? Yo no sabía quién era. No podía recordarla. Pero algo en mi pecho se estremeció.
Sacudí la cabeza. Tonterías.
—Jaime, necesito hablar contigo abajo —ordené, brusco, poniéndome de pie. Él asintió, y Linda se giró lentamente para salir.
Mientras salían, me quedé mirándola de espaldas, con el ceño fruncido. Cerré los ojos por un segundo, como si en esa oscuridad pudiera encontrar una respuesta. Pero no había nada. Solo el maldito vacío.
Abrí el cajón de mi escritorio y saqué un cigarro. No solía fumar, al menos no antes… pero desde que había vuelto, ciertas cosas se habían vuelto inevitables. El humo me daba la sensación de estar en control. Encendí el cigarro y aspiré con fuerza. El calor del tabaco me raspó la garganta, y me gustó.
El celular vibró en mi bolsillo. Contesté sin mirar.
—¿Sí?
—Señor Lancaster, ya lo esperan en el hospital. —Era la voz de la recepcionista del hospital.
—Estoy en camino.
Tiré el cigarro por la ventana antes de bajar por el ascensor. El viento de la ciudad me golpeó el rostro al salir. Me subí a mi auto y puse el motor en marcha.
Conducir me relajaba. La ciudad estaba exactamente igual a como la recordaba… excepto que no la recordaba. Era un mes desde que había regresado, y aún me parecía que todo era parte de un mal sueño. Gente que me decía que me extrañaba. Llamadas de pésame que se transformaban en bienvenida. Todo era una mala comedia.
Decían que estuve muerto durante seis meses. Que desaparecí en un accidente y que no hubo cuerpo. Que de la nada, un mes atrás, aparecí caminando por una carretera desorientado, con el rostro pálido y sin memoria. Como si la muerte me hubiera devuelto.
Lo único que sentía ahora era un vacío.
Estacioné frente al hospital. Las paredes blancas y las luces fluorescentes me pusieron nervioso. Crucé el pasillo en silencio y me detuve frente a una puerta. Entré.
Leo yacía ahí, inmóvil, conectado a tubos y máquinas. Su rostro parecía más delgado que antes. Mi mejor amigo. Mi hermano por elección. Él había tenido un accidente junto a Sylvia, mi ex prometida. Ella murió en el acto. Él quedó en coma desde entonces.
Me senté junto a la cama. No sabía si podía escucharme, pero igual hablé.
—Ey, idiota. ¿Sigues fingiendo para no trabajar? —sonreí, aunque la amargura pesaba en mi voz—. Estoy de vuelta, al parecer. Pero todo está de cabeza. No sé qué pasó conmigo, Leo. No sé por qué no recuerdo. No sé quién me odia tanto como para hacerme esto.
Silencio. Solo el pitido constante de las máquinas.
Le tomé la mano.
—Si vuelves, te juro que encontraremos respuestas juntos. Como siempre.
Me puse de pie y salí de la habitación. En el pasillo me esperaba un rostro conocido: el comandante Sandoval. Alto, moreno, con una expresión dura como el concreto.
—Lancaster —dijo con un gesto serio—. Qué bueno verte de vuelta.
—No puedo decir lo mismo —respondí, cruzándome de brazos.
—¿Todavía sin recuerdos?
—No sé ni qué desayuné esta mañana.
Sandoval me observó con detenimiento.
—¿Sabes? No me creo tu historia. Nadie revive así como así. Y tu caso está lleno de lagunas. Pero tengo una corazonada: tú sabes más de lo que estás diciendo.
—¿Y qué ganaría mintiendo?
—Quizá no mientes, pero ocultas algo. Algo que tal vez ni tú mismo entiendes.
—Estoy harto de este juego, comandante. No tengo respuestas, solo preguntas.
Me alejé sin darle tiempo a responder. Necesitaba aire.
Subí a mi coche y arranqué. No sabía adónde ir, pero terminé conduciendo sin rumbo fijo. Pasé por calles que parecían conocidas pero que no recordaba. Cada esquina era un reflejo roto de algo que había sido.
Y entonces, sin saber cómo, llegué frente a una escuela.
Reduje la velocidad. Vi a los niños correr en el patio, sus risas inundaban el aire de inocencia. El sol se filtraba entre los árboles, iluminando los juegos infantiles.