Habían pasado meses desde la última batalla.
La ciudad había vuelto a la calma… o al menos eso aparentaba. Tony y Guther se habían alejado de su antiguo trabajo como cazadores de destripadores. Habían dejado todo atrás, intentando vivir como hombres comunes. El peso de tantas pérdidas los había marcado, especialmente la de Navi.
Carlos, junto con los demás, seguía en actividad, dirigiendo a los nuevos cazadores. Su equipo investigaba casos extraños, uno de ellos particularmente brutal: un padre que había asesinado a sus propios hijos. Algunos creían que un destripador estaba detrás de todo, controlando las mentes de los débiles. Pero mientras Carlos se sumergía en la oscuridad de los crímenes, Tony tenía su mente puesta en otro rumbo.
En su taller, bajo la tenue luz de una lámpara, Tony repasaba libros antiguos, textos sobre energía, tiempo y física cuántica. Sus manos estaban manchadas de tinta y polvo. Desde su intento por traer de vuelta a Gunther, algo había quedado inconcluso. Aquella vez el viaje no fue perfecto; partes del tiempo se distorsionaron y, aunque había logrado salvarlo, algo dentro de la piedra Wepaher seguía inestable.
Esta vez, no quería fallar.
Esta vez, quería regresar por Navi.
—No es buena idea, Tony —le decía Guther cada vez que lo encontraba frente a la piedra—. Si vuelves a tocar eso, podrías destruir todo lo que logramos.
—No… —respondía Tony, mirando el reflejo verde esmeralda del mineral—. Solo hay una oportunidad de hacerlo bien.
Durante días, Tony realizó pruebas. Nada funcionaba. El flujo temporal se resistía. Hasta que una tarde, mientras la lluvia golpeaba los cristales del taller, Guther notó algo: la piedra emitía radiación en intervalos exactos, como si respirara cada cierto tiempo.
—Tony… creo que la piedra tiene un pulso —dijo con voz grave—. Si viajamos justo cuando lo emite, podríamos controlar el salto…
Tony alzó la vista, sorprendido.
—¿Tú dices… que podríamos elegir el momento exacto?
Esa noche, el cielo se oscureció por completo. Los relámpagos iluminaban la ciudad, y el viento arrastraba hojas mojadas. Tony preparó el equipo de salto: una consola rudimentaria conectada a la piedra, anclada con cables y símbolos grabados sobre metal.
—Esta vez será solo yo, Guther. No puedo arriesgarte —le advirtió.
—No empieces con eso —respondió Guther, cruzando los brazos—. Si algo sale mal, no pienso dejarte solo.
La discusión creció entre el trueno y la lluvia. Tony insistía, Guther se negaba.
El viento se llevó parte del equipo, y ambos corrieron a sostenerlo. Un relámpago cayó cerca, y la piedra brilló con un resplandor cegador.
Los dos fueron absorbidos por la luz y llevados a viajar por el tiempo.
Despertaron sobre tierra húmeda. El olor a madera quemada y estiércol los envolvía.
A lo lejos, una aldea iluminada por antorchas. Las casas eran de piedra y techo de paja.
Guther se incorporó con dificultad.
—Esto… no es nuestro tiempo, Tony.
—No… —murmuró, mirando alrededor—. Algo salió muy mal.
Antes de que pudieran orientarse, un rugido estremeció el aire. No era humano. Sonaba como un león, pero con un eco antinatural, metálico, monstruoso. Ambos corrieron entre los árboles, esquivando raíces, hasta llegar a una pequeña cabaña iluminada.
Cuando empujaron la puerta, varias personas se giraron hacia ellos. Hombres y mujeres vestidos con ropas viejas, rostros asustados, niños llorando.
Tony levantó las manos, intentando calmar la situación.
—No venimos a hacer daño, solo… queremos saber dónde estamos.
Pero sus palabras no sirvieron de nada.
Uno de los aldeanos gritó:
—¡Son los demonios del bosque! ¡Los mismos que se llevan a nuestros hijos!
Antes de que Tony pudiera responder, algo duro lo golpeó en la cabeza.
Guther intentó defenderlo, pero recibió otro golpe.
La visión de ambos se nubló, el sonido de los gritos se fue apagando, y lo último que vieron fue el fuego de las antorchas reflejado en sus rostros.
El silencio se hizo eterno.
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Editado: 17.10.2025