El Devorador de Lágrimas

Prefacio

"Cuando veo una mujer bonita en la calle,
un lado de mí dice: qué chica tan atractiva, me gustaría hablar con ella;
pero otra parte de mí se pregunta...
¿cómo se vería su cabeza pinchada en un palo?"

— Edmund Kemper

 

1

 

     De pronto, siento cómo mis pulmones se llenan por completo en cada inspiración. Mi boca se seca y mis labios se parten. Duele por dentro cada vez que el aire roza mi garganta y avanza entre mis pechos. Me escocen los oídos y mis ojos pesan tanto como si tuviesen dos baldes de arena atados uno a cada párpado. Mi mente no me deja pensar en lo que debo hacer, solo quiere escapar y correr hasta que mis piernas ya no puedan moverse más, para lo cual supongo no falta mucho.

     Caigo de rodillas en el húmedo pasto, estiro los brazos para evitar golpear mi rostro en el suelo y me embarro de lodo por todos lados cuanto este salpica por el impacto. La lluvia golpea mis llagas aún abiertas, cubriendo mi desnudo cuerpo no solo de helada agua, sino también de un frenético tembleque que no puedo controlar. No me quejo, no me queda voz ni siquiera para murmurar mi martirio al viento. 

     La luz de la pequeña ventana por donde salté se prende de repente. Mi corazón salta con la sombra que representa su silueta en el vidrio, me pide por dentro que corra, que grite, que viva. Siento mi cuerpo enérgico, como si un corrientazo me despertara de un solo golpe. Me echo en el fango y trato de cubrirme entre los arbustos sin mirar atrás. Tengo miedo de verle el rostro de nuevo. Tengo miedo que me ate, amordace y ponga a dormir como aquella primera vez. Preferiría estar muerta que regresar, así que trataré de vivir al menos un poco más por si no puedo evitarlo. 

     Me arrastro en medio de la hierba. El petricor apesta a una mezcla de excremento animal y basura acumulada. No estoy segura si aquel es el olor del lugar o solo soy yo la que emana tal aroma. Mi piel se ensucia y se matiza con todos los tonos del marrón encima. El asco inunda mis pensamientos, pero antes de escupir más que ideas, otro suceso atrae mi atención por suerte. Escucho los fuertes gritos de frustración dentro de la casa. Si quiero seguir sintiendo el mundo a mí alrededor, sé perfectamente que no tengo mucho tiempo.

     Apoyo mi peso entre mis antebrazos; que acaban en la punta de mis codos; y mis rodillas y pies, de tal manera que da la impresión que gateo a lomos de los charcos. Me apresuro para alcanzar el espeso bosque. No veo el verde por ningún lado, solo tinieblas azuladas de trasfondo y el reflejo del agua que se acumula en el vasto pasto. Sé cuál es la dirección, ya que a estas horas de la noche, solo se distinguen dos cosas en el horizonte: una mancha espesa de recios troncos, deformes hojas y enjutas ramas, y el borroso firmamento que llora en mi lugar, que llora aquellas lágrimas que ya no me quepan dentro para derramar. 

     Escucho los apresurados pasos al otro extremo de la casa, pasos que percibo cada vez más fuertes. Mi cuerpo reacciona sin que le dé la orden. Entonces, mi vejiga brinca y suelta su contenido sobre de mis muslos, siento la calidez del líquido mezclarse con los restos de tierra y hojas encima de mí, y empiezo a temblar más fuerte, sin poder reprimir los pequeños atisbos de gemidos contenidos en el llanto, un llanto seco que golpea mis ya hundidos y ojerosos ojos. Me tapo la boca con la mano derecha para mantenerme en silencio. Me mantengo bocabajo mientras me dirijo torpemente a los árboles más cercanos. Escucho su voz y siento la luz de su linterna que me pisa los talones. Es entonces cuando no lo soporto más, me levanto del suelo con las pocas energías restantes que me quedan y me adentro desesperadamente entre los enormes arces que tengo al frente.  

     Tropiezo una, dos... Tres veces seguidas antes de echarme en el suelo y tomar un respiro. La lluvia empeora, y trae consigo sus propios gemidos. Los truenos enmudecen mis quejas y esconden mi huida. Los conejos y los zorros se ocultan ante mi presencia, las ramas caídas se rompen con cada paso que doy, los árboles me encubren el camino, así que sigo esquivándolos y trato de permanecer en la misma dirección. Mis oídos escuchan mil y un sonidos distintos, cientos de amenazas próximas, pero solo se concentran en uno: en aquel crujido que proporciona la tierra cuando es pisada por un calzado. Aquel suave traqueteo que para mí, ahora mismo, sería más fuerte e intenso que cualquier explosión o disparo. Mis ojos siempre me fallan cuando les necesito, pero noto de repente que puedo ver de lejos nuevamente. Logro distinguir los faros de un auto, entre gordas gotas separadas y finas ramas entrelazadas, que desaparecen y se pierden en la oscuridad. Ahora ya tengo clara la dirección que debo tomar.   

     El cansancio me vence y arrojo fluidos al pasto. Es solo agua lo que veo despojar desde mis labios hacia los arbustos y mezclarse con la intensa lluvia. Estoy tan cansada, que mi cuerpo ni siquiera me obedece cuando le ordeno rodear la amalgama que se formó de la asquerosa sustancia. La piso con los pies descalzos, pero ya no me importa, de todas maneras mi cuerpo entero es ahora tan repugnante como aquel pequeño y fétido charco. 

     Los músculos me punzan, siento cómo se estiran y se contraen, dañándome con tan solo moverse. Avanzo de manera torpe y descuidada, y tropiezo nuevamente con un tronco tirado en el tramo. Estoy a menos de un metro de alcanzar la carretera, de alcanzar mi libertad. Las luces de los faros regresan. Mis puños aprietan mis frágiles uñas y las encarnan en mis palmas. Me levanto a trompicones, apoyándome con las manos aún cerradas. Noto que no llegaré a la carretera así que improviso una distracción. 




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