El Devorador de Lágrimas

14

     Los pinos tronaron en el lúcido y plástico suelo de madera. Las luces del tablero no dejaban de parpadear, con sonidos rimbombantes que anunciaban un derrumbe total de la pirámide de conos. La pesada bola rosada regresaba por el mecánico camino de tuercas hasta las pequeñas manos de Julie. La pequeña, la recogía con delicadeza, y se la llevaba hasta su acolchonado asiento vino tinto.  

     — ¡Buen tiro mi amor! —Le animó su madre.

     —Gracias mami. —Una enorme sonrisa se postró en el angelical rostro de la niña—. Te toca Chely.

     —Oh... Claro.

     Rachel se levantó con pesadez de su asiento. Estaba cómoda en él, segura. Pero debía mantener el hilo del día. Su madre había pedido un tiempo libre para pasar con ellas dos, y no podía arruinarlo solo porque, en aquel instante, dudaba hasta de su misma sombra que la perseguía por todos lados.

     Una sola noticia bastó para noquearla mentalmente, para bombardear su autoestima y perderle la vista en el vacío cada vez que tuviera la oportunidad. 

     Se acercó a la pista, entre aquellas melodías agudas y punzantes como una aguja, pero lo suficientemente felices como para mantener entretenida a la muchedumbre que escoge aquel deporte para pasar el rato. 

     Tomó la violeta y regordeta bola entre sus debiluchos y pálidos dedos, la levantó hasta la altura de sus labios, se apresuró lentamente por la pista, traqueteando el suelo pulido con sus tacones, y la lanzó fuertemente hacia la echada pirámide. Rachel se mantenía tan desconcentrada de su vida, que su lanzamiento dio a parar hasta el fondo de la pista sin tumbar ni uno solo de los pinos.  

     —Te saldrá mejor la próxima vez, Chely... —trató de consolarle su pequeña hermana, bajándose del asiento y abrazándole el brazo izquierdo.

     —Gracias Juls.

     —Hija, ¿Te encuentras bien? —Hallie, su madre, colocó una mano en la castaña cabellera de su pequeña mayor, acariciándole con ternura.

     —Sí mamá, todo está bien —alzó ambas cejas y fingió una sonrisa.

     —¡Mami! ¡Mami! —gritaba Julie, jalándole la manga a Hallie—. ¡Te toca! ¡Es tu turno! ¡Es tu turno!

     —¿Podrías lanzar por mí, cariño? —Le acercó la mano libre a la mejilla, y repitió la caricia— ¿Sí?

     —¡Ok! —Julie salió disparada hacia la pista, cargando como si fuera una mochila, a aquella chiquita, pero maciza bola rosada.

     —Cariño —volteó inmediatamente Hallie hacia Rachel, una vez que Julie estuviera fuera de fondo—. Sabes... Se me ha ocurrido que tal vez deberías volver al deporte. Ya sabes, entretenerte con algo y hacer nuevos amigos en el camino. No me gusta que andes... Bueno, que se queden tanto tiempo solas en la casa mientras no estoy. De esa manera, podrías acompañar a Julie a algún taller que le interese.

     —No lo sé, ma... Es que—

     —Yo las podría pasar a recoger luego —prometió, con un claro timbre de esperanza en aquella súplica—, puedo salir un poco antes del trabajo y recuperar horas algunos fines de semana. De esa manera pasaríamos más tiempo juntos todos los días, en lugar de solo uno o dos días a la semana.

     Una gran explosión de júbilo saltó del marcador. Otra chuza para Julie, que sumaban para los puntos de su madre, pero a ella poco le importaba, la pequeña igualmente saltaba con los puños cerrados y los brazos completamente estirados hacia el techo. Su alegría era emanada por cada punta de su rubia cabellera.  

     —Solo piénsalo, ¿Está bien cariño? —zanjó la cháchara Hallie, al notar todo el alboroto que su menor causaba.

     —Ok mamá, tal vez... No sé, si me levanto temprano mañana, tal vez salga un momento —contestó. Una parte de Rachel lo decía en serio, pero una distinta solo deseaba alegrarle el día a su madre.

     —¡¿Viste mamá?! ¡Viste! ¡Viste! ¡Viste! —llegó gritando Julie.

     —Sí, mi amor. ¡Eres la mejor en los bolos!

     Las tres sonrieron al unísono, perfectamente sincronizadas. Pero solo una sonrisa era genuina, e inocente. Hallie trataba de proteger a sus hijas de lo que aún desconocía del lugar. Protegerlas de gente enferma que pueda tomarlas por la fuerza y ultrajarlas de mil y un maneras, mientras que Rachel no se quitaba aquella noticia de la cabeza.

     Aún pensaba que pudo haber estado muy cerca de aquel cuerpo hallado cerca del puente. Aún pensaba que en el lugar de Ariana Torres pudo haber estado cualquier otra muchacha que recientemente ha conocido en la escuela. Cosas así no se veían tan a menudo en Francia, ni muchos menos en la pequeña San Gregory. Quería volver a aquel lugar. Deseaba fervientemente regresar con sus amigos, su familia, su vida de vuelta en San Gregory. 

     No todo era perfecto, pero al menos era mucho más seguro. No tenía lazos suficientes en Dells como quedarse más tiempo del que su madre les dijera. Le dolía la idea de tener esa conversación con ella, pero estaba decidida a hacerlo la próxima vez que la viera feliz. No aquel momento, no arruinaría la sonrisa de su hermana por un capricho.   

     Durante las horas de meditación no se le ocurrió nada en absoluto, pero las palabras de su madre le dieron la perfecta idea. Verla aquella mañana con una nueva energía, tratando de encajar en Dells al menos por una maldita vez desde que se mudaron, tal vez abra la mente de su madre y la ablande, tal vez le dé a la misma Rachel el coraje suficiente para encararla, tal vez acepte la idea de largarse de allí si algo sucediese. 

     Esa era su esperanza. Que algo malo pasara nuevamente que las obligue a mudarse de repente, pero antes debía implantar esa idea en su madre. Y era por ello que la siguiente mañana se levantaría con el horario francés, aquel jodido horario que empieza antes de las seis de la mañana, y le obliga a correr al menos por dos horas seguidas. Para equilibrar la balanza, le daría una alegría y un berrinche luego.   




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