El Devorador de Lágrimas

7

     El motor del Civic rugía al avanzar por el asfalto de la carretera. Michael mantenía la mirada al frente, sin temblar, sin sudar, sin dudar de sus reflejos ni de su memoria para recordar el camino entero hacia su hogar —Michael sabía de antemano que habían cámaras a lo largo de la carretera, así que debía dejar su rastro directo hacia su casa—. 

     Rachel dormía placentera y forzosamente en el asiento trasero, saltando de cuando en cuando como respuesta al impacto de las llantas de atrás con algunos baches. Michael la miraba de reojo por el espejo retrovisor. Si bien no habían personas al rededor para ver lo que llevaba dentro del auto, quería mantener el ímpetu y la imagen de ir solo en aquel viaje.  

     El siguiente semáforo lo detuvo en rojo. Una pareja de novios —que notó por cómo se tomaban cariñosamente de las manos y brazos— pasó por delante. Ella lo miraba a él, y él lo miraba a Michael, sonriente hasta más no poder, con la cara tan estirada que hasta parecía dolorosa aquella facción. 

     De pronto y sin aviso alguno cambió su rostro. Esa sonrisa coqueta se borró en menos de un segundo, y el gesto se volvió sorpresivo. Ambas cejas formaban eses opuestas y sus labios se separaban levemente. La mujer notó el aspecto gracioso de su pareja e instintivamente miró hacia la dirección que los ojos del chico marcaban. La muchacha le sonrió a Michael mientras bajaba el ritmo del paso, hasta que ambos se detuvieron al otro extremo de la acera. 

     El rojo duraba siglos en cambiar, lo que le ofreció la oportunidad al tipo de dejar a su mujer en la vereda por un momento y acercarse a Michael con curiosidad notoria al andar. Tocó dos veces la ventana de Michael con los nudillos, haciéndole saber que algo quería decirle. Patton le miró de reojo, como si con él no fuera la cosa, pero al notar que el chico no se movía, alargó la mano izquierda y bajó la luna unos cuántos centímetros.  

     —¡Hola! ¿Qué tal? —saludó el entusiasmado peatón.

     —¿Qué sucede? —respondió Patton, ladeando ligeramente el rostro hacia su interlocutor.

     —Amigo... Traes el direccional encendido. El derecho... Este, mira —El extraño sujeto avanzó por delante del Civic y señaló la luz frontal del coche con el índice izquierdo.

     Michael revisó su panel y verificó lo que el idiota le sugería. Había dejado su luz delantera encendida. Lo curioso era que ni siquiera recordaba haberla encendido. La apagó de inmediato, asegurándose tener todo lo demás en orden y nada que llamara la atención de nadie otra vez.  

     —Gracias —mencionó Patton al conductor, una vez que este había regresado al costado de su chica.

     —¿Se encuentra bien? —soltó la muchacha, esta vez apuntando hacia el lugar a donde Michael temía.

     —Se pasó de copas ayer... —mintió, sonriendo más fuerte, tratando de sonar divertido y lo más natural posible—. Es mi hermana, así que toca cuidarla mientras mis padres no están por acá...

     —¡Oh! Claro... Entiendo —rio la chica, contagiando a su pareja.

     La luz verde se había puesto ya hace unos segundos atrás, pero Michael aún debía guardar las apariencias. Salir a lo desesperado no traería más que sospechas. Se despidió con la mano del aparentemente feliz noviazgo, y arrancó de menos a más en el marcador. 

     Para cuando llegó a sesenta y cinco —velocidad aún legal en la carretera— vio una patrulla policial a lo lejos, y sonrió ampliamente. Por primera vez en mucho tiempo sintió algo en el pecho. Como una manta interna que se desplegaba y cubría todo su cuerpo por dentro. Sintió tranquilidad y seguridad al notar que aquel idiota con el que se topó le había evitado una parada ilegal. Ya que una luz encendida en pleno día era suficiente para que los patrulleros de carretera te detengan y sospechen de tu estado etílico. El destino le sonreía nuevamente, y le susurraba al oído que aquella muchacha era especial.  

     Llegó a su casa sin más complicaciones. Nadie en las calles que notasen su presencia, y nadie en su casa que notase su ausencia. El día perfecto con la mujer perfecta.  

     Bajó del coche sin apuro. Se dirigió hacia el baúl del auto, de donde abrió la usual mochila que carga consigo para todo lado, y sacó del bolsillo delantero una jeringa de pequeño tamaño. Hincó la tapa plástica del frasco con aquel espumoso líquido que usa para noquear a sus chicas, y llenó el cuerpo de la jeringa en un cuarto de su capacidad. 

     Caminó con toda la tranquilidad del mundo hacia el asiento posterior de su vehículo, siempre mirando hacia los costados hasta llegar a su destino, y abrió la puerta despacio, dejando que el frío aire de invierno entrara a placer y danzara encima del dormitado cuerpo de Rachel. Un brazo cayó y se acomodó por encima de la cabeza de la anestesiada. Y justo un brazo necesitaba Patton para que aquel sueño que había inducido en su elegida, aún no terminara.  

     Guardó la aguja en el bolsillo de su chaqueta de cuero, para poder usar ambos brazos en el cargue de la muchacha. La levantó en peso y la dirigió hacia su puerta trasera, puerta a la que nunca colocaba llave por si alguna emergencia se presentaba. No del tipo "hay un chico que me acosa y me quiere matar", pero sí tal vez del "Michael, encontramos los cuerpos".  

     Pasó con la muchacha cargada al hombro por la cocina, dejando atrás el corredor principal y llegando a las escaleras del sótano, cuya puerta siempre se mantenía bloqueada con llave, llave que su padre mantenía consigo por seguridad, pero que Michael ya había robado más de una vez y duplicado con anterioridad. 

     Metió su índice derecho junto al medio entre el pequeño bolsillo de su jean —que sirve para esconder cambio—, y sacó meticulosamente la misma llave con la que abría el candado de su almacén, o del almacén que había convertido en suyo desde el año pasado. Abrió la puerta, dejando salir una humareda de polvo y tierra. Encendió la luz —un foco que colgaba al menos cuarenta centímetros partiendo de techo— y bajó por las chillonas escaleras de madera roída. Por suerte que tenían una base de cemento debajo, o cualquiera podría caer por no tener cuidado al pisarlas.  




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