El Devorador de Lágrimas

1

     —Rachel... Rachel... —susurra el viento— Despierta.

     Los ojos de Rachel pican con ardor. Su cabeza funciona como una ruleta rusa, dando vueltas lentamente pero con gran fuerza. Parece que aún llevara una gran carga en la espalda, porque esta le duele hasta la espina. Siente al frío besar sus huesos, y un olor extraño le emana del sexo. Poco a poco va recuperando los sentidos. Siente los muslos húmedos. No se ha podido aguantar. Los oídos le retumban, las fosas nasales le punzan. En aquel momento Rachel preferiría estar más muerta que viva, pero sabe que para eso aún faltaba mucho. No tiene el coraje para quitarse la vida, así que su calvario será largo...  

     Estira las piernas y derriba una botella. Se trata de acercar a ella, pero el nudo en la mesa de metal la jala de regreso. Rachel nota que la soga le da vuelta al ancho de la mesa, de manera que sus movimientos son muy limitados. No tiene fuerzas para cargarla —y aunque las tuviera, hay un maldito tornillo en el seguro de la pequeña rueda en la pata a la que Rachel está atada, que la mantiene arraigada al suelo—, así que estira las piernas de nuevo y hace palanca con los dedos. Rueda la botella cerca de ella. Quita la rosca y da un gran sorbo hasta sentir náuseas. Arroja parte del agua que acaba de tomar combinada con la bilis ácida de su sufrido estómago. Hasta ese instante no se había puesto a pensar en el hambre que la invadía y le golpeaba las costillas. Su barriga rugía como si tuviera vida propia. Estaba deshidratada, y acababa de desperdiciar parte de su única fuente de agua.  

     —Rachel... —escucha, pero no sabe muy bien de dónde— Rachel...

     —¿Quién...? —intenta hablar, pero su voz le raspa la garganta como si tuviera filo. Se toca el cuello con la mano libre, y siente su tráquea algo hinchada— ¿Quién está allí?

     —¡Rachel! ¡¿Quieres jugar conmigo?! 

     Es su hermana Julie entrando a su cuarto. Rachel está hablando con un chico que le presentó Victoria en la escuela secundaria de San Gregory. El chico es muy tierno, y apuesto. Es más alto que Rachel, bastante atlético, con la nariz recta y pecas en el pecho. Esos rulos fuego que adornaban sus pensamientos se adueñaban también de los de Rachel. Ella fantaseaba con besarle, abrazarle... Pero su hermana la había interrumpido, ¿Por qué? Porque quería jugar a un juego en ese momento...  

     —¡Julie! ¡¿Qué te he dicho sobre entrar a mi cuarto sin tocar?!

     —Lo siento, Chely... Es que estoy aburrida.

     —Llama a Francesca... O a Liv... Ve a buscarlas a sus casas, estoy ocupada.

     —Pero no estás haciendo nada... ¡Chely! Quiero jugar contigo... —La pequeña Julie hizo un tremendo y tierno puchero.

     —Julie... Ya estoy muy grande para jugar al té o a las muñecas...

     —Entonces juguemos otra cosa... Por favor... —Y seguía, el puchero más largo del mundo.

     —Julie, vete. Estoy ocupada... Ve y mira tele.

     Rachel estaba deshidratada, pero incluso así su mirada se inundó por un segundo, y dejó caer al otro, unas cuantas lágrimas. Amarró sus piernas a su pecho, usando como lazo el único brazo que tenía libre, y lloró.... Lloró tres suspiros húmedos, para luego simplemente gimotear encima del pequeño charco creado en sus rodillas. Su ojos aún le ardían. También los tenía inflamados —y secos—.   

     —¡Sí! —gritó, o al menos lo intentó, pero solo salió la primera parte de la palabra de su boca, la segunda se disipó con el viento y volvió a ingresar a su garganta, ahorcando sus amígdalas en el camino— ¡Sí quiero jugar contigo! —dijo llorando, y aún con la voz desmayada— ¡Quédate, hermanita! No te vayas... —Lo que quedaba de su voz se apagó hasta convertirse en recuerdo.

     Julie salió del cuarto, sin escucharla, ya que Rachel no estaba allí. La realidad era otra. La realidad la mantenía atada a la pata de una silla de metal, sin fuerzas ni ganas de vivir, pero con muchas horas por delante. No sabía cuánto demoraría Michael, así que debía guardar cordura y agua para más adelante.  

     Los lobos aullaban afuera. Patas se escuchaban correr. Silbidos raspaban las rocas y  finas hojas. Rachel notó al recuperar los sentidos, que la vida afuera no se había detenido. Que todo seguía su camino, y el de ella aún no había terminado. Debía salir de aquel lugar, sin importar el costo. De pronto, la vista se acostumbró a la oscuridad, y notó los pequeños haces de luces que se filtraban por un periódico flojo pegado a un cristal roto.  

     —Una ventana... —susurró.

     Sabía que llegar hasta aquella ventana a casi dos metros de altura era demasiado difícil de conseguir, pero no tenía nada más importante qué hacer. Si moría en el intento, al menos quedaría libre de alguna forma. Primero, debía cortar aquella soga. Miró a su alrededor, y por su puesto que no encontró nada que podría ofrecerle una mano. Pero entonces pensó, "El cristal. El cristal debe bastar." Alzó la mano atada lo más alto que pudo, y con la otra empujó la mesa violentamente. Todos sus huesos tronaron, pero a ella no le importó. Para romper el cristal, necesitaba algo firme, uniforme. Y la rueda casi rota clavada al suelo, en la que el peso de su cuerpo se apoyaba, era perfecta.  

     —Rachel... Rachel.... —escuchó, proveniente de la puerta al otro extremo de la sala— Rachel...

     —¿Mamá?

     —Rachel, mi amor. ¿Qué pasó? ¿Estás bien? —Las luces de su cuarto se prendieron cuando Hallie activó el interruptor.

     Rachel se sobó los ojos, aún somnolienta. Su castaño cabello se había enredado como siempre, gracias a la esponjosa almohada que soportaba sus sueños. Todo olía a talco, y llevaba encima un enorme y largo cubrecama rosa con términos blancos. Se vio las manos, el suave pijama, las medias de algodón, y aquel cuarto... Había regresado. La pesadilla había acabado, y finalmente despertaba de aquella exasperante realidad en la que se creía atrapada.  




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