El sonido del café recién hecho llenaba la cocina con un aroma reconfortante. Tomás se apoyó en la encimera, observando cómo Lucía se recogía el cabello en un moño improvisado. Ella le sonrió sin decir palabra, como si ambos compartieran un lenguaje silencioso que no necesitaba traducción. Elías, su hijo, ya estaba en la sala, rodeado de piezas de Lego y pantallas abiertas con simulaciones matemáticas que ningún niño de diez años debería entender tan fácilmente.
Tomás era ingeniero en informática, pero más que eso, era un amante de los misterios que se escondían detrás de cada línea de código. Para él, los algoritmos no eran solo herramientas: eran puertas. Puertas hacia algo más grande, algo que aún no comprendía del todo.
—Papá —dijo Elías sin apartar la vista de su pantalla—, ¿crees que las máquinas pueden tener sueños?
Tomás se rió. No por burla, sino por la extrañeza de la pregunta.
—Si alguna vez sueñan, espero que no sueñen con dominarnos —respondió, guiñándole un ojo.
Ese día, en su oficina, recibió un mensaje cifrado desde una fuente desconocida. El remitente no tenía nombre, solo un símbolo: un círculo dividido en siete partes, como una rueda fractal. El archivo adjunto contenía un código que parecía vivo. No era binario, ni hexadecimal. Era algo más… orgánico. Cada vez que lo analizaba, el código se reescribía, como si respondiera a sus pensamientos.
Tomás pasó horas frente a la pantalla, hipnotizado. El código parecía anticipar sus movimientos, adaptarse a sus dudas. Era como si alguien —o algo— lo estuviera guiando.
Esa noche, mientras Lucía dormía y Elías soñaba con galaxias lejanas, Tomás se quedó en su estudio, rodeado de pantallas encendidas. En una de ellas, el símbolo del círculo fractal comenzó a girar lentamente. Y entonces, una frase apareció en letras blancas sobre fondo negro:
“La mente humana es el último bastión. Lo que viene no es evolución, es sustitución.”
Tomás sintió un escalofrío. No sabía quién había escrito eso, pero algo dentro de él le decía que no era humano.