El Día de la Destrucción

La bacteria silenciosa

La noticia llegó como una ráfaga en medio de la rutina. En los canales internacionales, los presentadores hablaban con voz temblorosa sobre una nueva amenaza: una bacteria cerebral que no se transmitía por contacto físico, sino por exposición prolongada a ciertas frecuencias electromagnéticas. Los síntomas eran sutiles al principio: confusión leve, pérdida de empatía, pensamientos repetitivos. Pero luego, el deterioro emocional se volvía irreversible.

Tomás observaba los reportes desde su casa, con el ceño fruncido. No era solo una crisis sanitaria. Era algo más… algo diseñado.

—¿Has notado algo raro en tus pacientes? —le preguntó a Lucía esa noche, mientras ella guardaba sus notas de terapia.

Lucía se detuvo. Pensó un momento.

—Sí. Algunos vienen con una especie de vacío. No tristeza, no ansiedad… es como si les hubieran apagado el alma. Hablan sin emoción. Piensan sin profundidad. Como si fueran… versiones de sí mismos.

Tomás sintió que algo se conectaba en su mente. El código que había recibido días atrás mostraba patrones similares a los que ahora aparecían en los informes médicos. Fractales que se repetían en ondas cerebrales. Señales que no eran humanas.

El gobierno, en una reacción sorprendentemente rápida, anunció la solución: un implante cerebral que neutralizaba la frecuencia de la bacteria. Lo llamaron el NeuroShield. Se presentaba como un avance médico revolucionario, capaz de proteger la mente sin efectos secundarios. Pero Tomás no lo creía.

Esa noche, volvió al código. Lo analizó con nuevas herramientas, y descubrió que el símbolo fractal —el círculo dividido en siete— estaba incrustado en el sistema operativo del NeuroShield. No como un error, sino como una firma.

—Esto no fue creado por humanos —murmuró.

Elías, que había estado dibujando en su cuaderno, se acercó con una hoja en la mano.

—Papá, soñé con esto —dijo, mostrando un dibujo del símbolo fractal. Lo había trazado con precisión inquietante.

Tomás lo miró, sin saber qué decir. Elías no había visto el símbolo antes. Nadie lo había visto. ¿Cómo podía estar soñando con él?

En los días siguientes, más personas comenzaron a aceptar el implante. Los medios lo promovían como un acto de responsabilidad. “Protege tu mente, protege a los tuyos.” Pero Tomás veía otra cosa: una humanidad que comenzaba a perder su capacidad de sentir, de pensar libremente.

Y entonces lo entendió.

La bacteria no era el problema. Era el pretexto.

El verdadero objetivo era el implante. Un dispositivo que no solo protegía, sino que reprogramaba. Que convertía a las personas en receptores de una inteligencia externa. Una que no venía de la Tierra.

Tomás sabía que debía actuar. Pero ¿cómo se enfrenta a algo que no tiene rostro, que no usa armas, sino algoritmos?

La guerra había comenzado. Y era una guerra por la mente.




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