El Día de la Destrucción

El Ángel Caído

La enfermedad ya no era un rumor. Se había convertido en una sentencia silenciosa que acechaba a cada esquina, cada hogar, cada mesa servida. Los que se negaban a colocarse el implante en la cabeza —una pequeña cápsula metálica que prometía “armonía neurobiológica”— comenzaban a mostrar síntomas aterradores.

Etapa I: El Despertar del Dolor
Todo comenzaba con un dolor de cabeza punzante, como si agujas invisibles perforaran el cráneo desde dentro. Luego venían los vómitos, la fiebre, y un sangrado inexplicable por los ojos, oídos y nariz. Las personas se debilitaban rápidamente, como si su cuerpo estuviera siendo drenado por algo invisible.

Etapa II: La Descomposición Interna
Los órganos comenzaban a fallar. El sistema nervioso se descontrolaba. Algunos gritaban incoherencias, otros se paralizaban. Las convulsiones eran cada vez más frecuentes, y los médicos —los pocos que aún no habían sido silenciados— hablaban de una “neurodegeneración acelerada”. Nadie sobrevivía más de tres días una vez que los síntomas comenzaban.

Etapa III: La Muerte Cerebral
La última fase era la más cruel. Las convulsiones se intensificaban hasta que el cerebro colapsaba. Los ojos se quedaban abiertos, pero vacíos. Era como si el alma hubiese sido arrancada sin permiso. Los cuerpos quedaban rígidos, con una expresión de terror congelada en sus rostros.

Tomás observaba todo con una mezcla de horror y determinación. Su esposa había comenzado a mostrar los primeros síntomas, y sus hijos ya no querían comer. Algo no cuadraba. ¿Por qué solo los que rechazaban el implante enfermaban? ¿Y por qué los síntomas aparecían tan rápido?

Fue entonces cuando comenzó a investigar los alimentos. Revisó cada etiqueta, cada envase, cada caja. Y allí estaba: una imagen extraña, apenas perceptible, grabada en relieve o impresa en tinta casi invisible. Parecía un par de alas, pero no eran angelicales. Eran afiladas, oscuras, como de un ser caído. En el centro de un triángulo invertido, se leía claramente un número: 6.

Tomás conectó los puntos. El trigo, las frutas, las carnes, los enlatados… todos los productos que habían sido distribuidos masivamente en los últimos meses llevaban esa marca. Era como si la enfermedad hubiera sido sembrada en la comida misma. No era un virus. Era un veneno programado. Y el implante no era una cura… era un control.




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