El Día de la Destrucción

Las lágrimas de un amigo

La noche cayó como una cortina de plomo. El aire estaba espeso, cargado de un silencio que dolía. Tomás apenas había dormido. Su esposa seguía débil, y sus hijos, aunque aún sin síntomas, ya no querían probar bocado. El miedo se había instalado en su hogar como un huésped indeseado.

Fue entonces que escuchó los golpes en la puerta. Rápidos. Desesperados.

-¡Tomás! ¡Ábreme, por favor! -era la voz de Frank, su mejor amigo desde la infancia.

Tomás abrió. Frank estaba empapado en sudor, con los ojos desorbitados. Detrás de él, su esposa, Clara, apenas podía mantenerse en pie. Tenía la piel pálida, los labios morados, y sangre en las mejillas.

-No sé qué hacer... empezó esta mañana... no quiso el implante... y ahora... -Frank no podía terminar la frase.

Clara cayó al suelo justo al cruzar el umbral. Su cuerpo convulsionó violentamente. Tomás intentó sostenerla, pero fue inútil. En segundos, sus ojos se quedaron abiertos. Vacíos. La muerte cerebral había llegado.

El grito de Frank fue desgarrador. Se arrodilló junto al cuerpo de su esposa, temblando, llorando, golpeando el suelo con los puños. Tomás quiso consolarlo, pero algo más comenzó a suceder.

Desde la calle, se escucharon otros gritos. Luego, silencio. Luego, cuerpos cayendo.

Niños. Vecinos. Gente que había salido a buscar ayuda. Todos se desplomaban como hojas secas en otoño. La enfermedad había alcanzado su punto más cruel. Ya no esperaba. Ya no avisaba.

Tomás miró a su hijos. No podía quedarse allí. No podía esperar a que la muerte tocara su puerta.

-¡Frank, tenemos que irnos! ¡Tengo una casa de verano, en las afueras! Allí no hay distribución masiva, no hay alimentos contaminados. Podemos resistir.

Pero Frank no respondía. Estaba en shock. Murmuraba cosas sin sentido. Se levantó de golpe, con los ojos llenos de rabia y desesperación.

-¡No hay salida, Tomás! ¡Todo está perdido!

Y antes de que Tomás pudiera detenerlo, Frank corrió hacia el cuarto de mantenimiento, donde el viejo circuito eléctrico aún funcionaba. Se lanzó contra él con fuerza, como si quisiera apagar su dolor con electricidad.

El chispazo iluminó la casa por un segundo. Luego, oscuridad.

Tomás cayó de rodillas. No lloró. No gritó. Solo apretó los dientes y se levantó.

-Nos vamos -dijo, mirando a su hijo-. Esta ciudad está muerta. Pero nosotros no.

Tomás tomó lo poco que quedaba sin la marca del ángel caído, cargó a su esposa en el auto, y partió hacia la casa de verano. No sabía si era refugio o trampa. Pero era lo único que le quedaba.

Y en su corazón, algo comenzaba a arder. No era miedo. Era fuego. Fuego de rebelión.




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