El cielo cambió de color.
No fue gradual. No fue natural. Fue como si alguien hubiese apagado el azul y encendido una tormenta metálica. El sol se ocultó tras nubes negras que no eran nubes, sino algo más… algo artificial.
Tomás conducía por una carretera solitaria, rodeada de árboles que parecían inclinarse ante el peso del aire. Lucía dormía en el asiento trasero, con el rostro pálido y los labios resecos. Elías, en silencio, miraba por la ventana.
Entonces ocurrió.
Un sonido agudo, como un silbido que atravesaba el alma, llenó el cielo. Tomás frenó instintivamente. Elías se tapó los oídos. Lucía se despertó sobresaltada.
—¿Qué es eso? —preguntó, con la voz temblorosa.
Docenas de esferas metálicas cruzaron el cielo a gran velocidad. Eran como cometas sin cola, como balas gigantes que no dejaban rastro. Se movían en formación, como si obedecieran una coreografía invisible.
Y luego se detuvieron. Todas. Al mismo tiempo.
Suspendidas en el aire, sin ruido, sin vibración. Como si el mundo hubiese sido puesto en pausa.
Tomás intentó arrancar el auto, pero el motor no respondía. Lucía comenzó a convulsionar. Elías gritó. Tomás se lanzó hacia ella, pero no había nada que pudiera hacer. Su cuerpo se arqueó, sus ojos se abrieron de par en par, y luego… se apagó.
—¡No! ¡Lucía! —gritó Tomás, abrazándola con desesperación.
Elías lloraba en silencio, con los puños cerrados. El cielo seguía lleno de esferas. El mundo, detenido.
Minutos después, una camioneta se acercó por el camino. De ella bajó un hombre mayor, con una bata sucia y gafas rotas. Tenía el rostro marcado por años de insomnio y conocimiento.
—¿Tomás? —preguntó, como si ya lo conociera.
Tomás no respondió. Solo sostenía el cuerpo de su esposa, temblando.
—Lo siento —dijo el hombre—. Pero no hay tiempo. Ellos ya están aquí.
Tomás lo miró, con los ojos llenos de rabia y preguntas.
—¿Quién eres?
—Alguien que ha estado esperando este momento. Alguien que sabe lo que descubriste. El código. El símbolo. El mensaje.
Elías se acercó, aún llorando.
—¿Usted sabe qué son esas cosas en el cielo?
El hombre asintió.
—No son armas. Son nodos. Receptores. Están aquí para sincronizar las mentes de quienes llevan el implante. Lo que viste en el código era una advertencia. Pero también una puerta.
Tomás se levantó lentamente, dejando el cuerpo de Lucía envuelto en una manta.
—¿Una puerta hacia qué?
El hombre lo miró con gravedad.
—Hacia la verdad. Y hacia la única forma de resistir.