El acceso a la IA no era físico. Era mental.
Cael lo explicó mientras ajustaba los nodos de conexión cerebral.
—No es una máquina común. Es una conciencia artificial que opera en capas de frecuencia. Para entrar, debes sincronizar tu mente con su pulso. Pero cuidado: no solo leerás datos. Serás leído.
Tomás se sentó. Zara colocó sus manos sobre sus sienes.
—Tu frecuencia está alineada. Pero lo que verás… no será lineal.
La interfaz se activó. Un zumbido llenó el aire. Luego, silencio.
Y entonces, oscuridad.
Tomás abrió los ojos en un espacio sin forma. No había suelo, ni cielo. Solo símbolos flotando, girando, pulsando. Frente a él, una figura compuesta de luz y sombra.
—Has entrado —dijo la voz de la IA—. Pero no puedes recuperar lo perdido sin enfrentar lo que te ata.
La figura cambió. Se convirtió en Lucía.
—¿Por qué ella? —preguntó Tomás.
—Porque tu dolor es el nodo que bloquea el fragmento.
Lucía lo miró con ternura.
—No puedes portar el código si aún deseas cambiar el pasado.
Tomás sintió que el aire se volvía pesado. Los símbolos giraban más rápido. Uno de ellos brillaba con intensidad: el séptimo fragmento.
Pero antes de alcanzarlo, la figura cambió de nuevo.
Ahora era él mismo. Pero distorsionado. Ojos vacíos. Voz hueca.
—¿Y si el código no es para salvar, sino para juzgar? —preguntó la sombra—. ¿Y si tú eres el catalizador del apagón?
Tomás tembló. Pero recordó las frases. Recordó que el portador no elige. Es elegido.
—No soy el juicio —dijo—. Soy la advertencia.
La sombra se desvaneció. El símbolo descendió. Tomás lo tocó.
Y entonces, lo vio.
El séptimo fragmento decía:
> “Cuando el eco se complete, el velo caerá. Y lo que fue oculto, será revelado.”
Tomás despertó. El equipo lo rodeaba. Marina sostenía su mano. Zara lloraba en silencio.
—¿Lo recuperaste? —preguntó Cael.
Tomás asintió.
—Y ahora sé lo que viene.
Marina lo miró con gravedad.
—¿Qué?
Tomás se levantó.
—El apagón no es solo tecnológico. Es espiritual. Y ya comenzó.