El camino hacia la casa de verano se volvía cada vez más incierto.
Los dos vehículos avanzaban por una carretera rural, rodeada de árboles que parecían inclinarse ante el peso del cielo. Las esferas metálicas flotaban a lo lejos, moviéndose con patrones erráticos, como si buscaran algo. El suelo aún vibraba por el temblor anterior. Nadie hablaba.
Tomás conducía con los ojos fijos en el horizonte. Elías dormía con la cabeza apoyada en su hombro. Marina revisaba los fragmentos del código en silencio. En el vehículo detrás, Jack mantenía la mirada alerta, con el arma lista.
Y entonces, el rugido.
Dos helicópteros aparecieron en el cielo, descendiendo con velocidad. No llevaban insignias visibles. No emitían señales. Solo se acercaban, como cazadores silenciosos.
—¡Nos encontraron! —gritó Jack desde el segundo vehículo.
Tomás miró por el retrovisor. Los helicópteros se alineaban sobre ellos, uno a cada lado.
—¡Prepárense! —gritó Jack, sacando su rifle.
—¡Espera! —dijo Cael—. No sabemos quiénes son.
Pero Jack ya disparaba. Las balas rozaban el fuselaje del helicóptero izquierdo. El otro se mantuvo a distancia. Tomás aceleró. Las esferas en el cielo comenzaron a girar más rápido.
—¡Nos están rodeando! —gritó Marina.
Jack disparó hasta que el cargador se vació. El helicóptero izquierdo se desplazó hacia el costado del vehículo de Tomás, manteniéndose paralelo. No disparaba. No atacaba.
Tomás miró al piloto.
Y lo reconoció.
—¡Detente! —gritó, frenando bruscamente.
El vehículo se deslizó sobre la grava. Elías despertó sobresaltado. El helicóptero descendió lentamente, aterrizando en un claro junto a la carretera